ángeles en la nieve

Cuando llegamos no me deja ayudarla. Dice que tiene que aprender a moverse sola. Sale del coche a trompicones. La rodeo con un brazo, pero ella se zafa y consigue entrar en casa. Con la pierna enyesada no puede sentarse en el sofá, y está a punto de caerse. La cojo y la ayudo, le quito el zapato. Kate se echa a llorar.

—Me caí. Tomé una pista secundaria empinada, llena de rocas y árboles, fui a dar con una placa de hielo y me fui al suelo como una idiota.

Para ella debe de ser traumático. Un recordatorio de cuando, de adolescente, se rompió la cadera y todos sus sue?os de convertirse en campeona de esquí alpino se fueron al traste. Me siento en el suelo a su lado, desde donde puedo acariciarle el pelo mientras escucho.

—Fui dando volteretas y salí disparada contra una roca enorme. Me rompí la pierna, no podía moverme y tenía miedo de haber matado al bebé; pasaron tres cuartos de hora hasta que llegó otro esquiador, y otros treinta minutos hasta que vinieron con una motonieve a buscarme.

Intento cogerle la mano, pero ella se suelta.

—Después llegué al hospital y las enfermeras no me hablaban en inglés, no sabía qué estaba sucediendo, ni si el bebé estaba vivo, y mientras me examinaban me movían de un lado para otro como a un animal. Y luego me enteré de que había dos bebés.

—Kate, probablemente no hablen inglés.

En realidad, probablemente traten de ese modo a todo el mundo. A veces los finlandeses son así.

—No deberían de haberme tratado así.

—Tienes razón, no deberían. Pero ?no estás contenta de tener gemelos?

—Claro que sí, pero no se trata de eso.

Cierra los ojos, aprieta los párpados y unas lágrimas de frustración ruedan por sus mejillas.

—Mierda. —Golpea la superficie de cristal de la mesita auxiliar con el pu?o—. Mierda. —Vuelve a golpear. La vez siguiente es un grito—. ?Mierda! —Pu?etazo—. ?Mierda y más mierda! —Otro pu?etazo.

—Para, Kate, eso es peligroso.

Ahora ya grita con todas sus fuerzas.

—?Y ahora no puedo ir a esquiar! —Pu?etazo—. ?Y no puedo ir a trabajar! —Pu?etazo.

—Para, Kate.

—?Y no sé finlandés! —Pu?etazo.

No quiero utilizar la fuerza, pero tampoco quiero que se haga da?o, así que me lo planteo.

—?Kate, para, por Dios!

Ella se detiene y estalla en llanto.

—Lo siento, Kari. Es esta frustración. Me siento desvalida y atrapada en esta casa.

Se agarra la pierna rota con ambas manos y la apoya sobre la mesita auxiliar. La deja caer con demasiada fuerza, y el yeso rompe la superficie de cristal. Los pedazos salen volando. El peso de la escayola al atravesar la mesa la desequilibra, y la arrastra hacia el suelo. Ella frena la caída plantando la mano derecha sobre la alfombra, entre los cristales rotos. Cuando levanta la mano, la sangre le corre por el brazo.

Me arranco un jirón de la camisa blanca, lo sacudo al aire y le vendo con él la mano. Luego la levanto en brazos. Ella aprieta la cara contra mi hombro. El pecho se le hincha convulsivamente y las lágrimas le salen a raudales con cada sollozo. Nos quedamos así unos minutos, hasta que se tranquiliza. La sangre ha empapado la tela de la camisa y gotea sobre la alfombra.

—No quiero volver al hospital —me dice. Y vuelve a sollozar.

Le quito la venda de la mano. Tiene astillas de cristal clavadas. Serán una docena de heridas, pero ninguna necesita puntos. Voy al ba?o a buscar antiséptico, pinzas y vendas. Ella hace gestos de dolor mientras le quito los cristales, pero ya no llora.

Le vendo la mano.

—Todo se arreglará —la tranquilizo—. Un par de semanas en casa y luego podrás volver al trabajo. Dentro de unas semanas, te quitan el yeso. Y un par de meses después de que nazcan los ni?os, volverás a bajar por las pistas.

—Pero no puedo hacer nada. No puedo trabajar, no puedo ocuparme de la casa, no puedo ir a comprar.