—Quiero sentirme segura contigo —murmuró, acercando mi boca a la suya.
—Nada de meteoritos esta noche —dije, y si la luz hubiera estado encendida, creo que podría haberla visto sonreír.
Cynthia se quedó dormida enseguida. Yo no tuve tanta suerte.
Miré el techo, me tumbé de lado, miré el reloj digital. Cuando cambió de minuto, empecé a contar hasta sesenta, para ver si acertaba. Entonces me tumbé de espaldas y miré un rato más el techo. Más o menos a las tres de la ma?ana, Cynthia notó mi inquietud y me preguntó medio dormida: —?Estás bien?
—Perfecto —la tranquilicé—. Vuelve a dormirte.
No podía enfrentarme a sus preguntas. Si hubiera conocido las respuestas a las cuestiones que me plantearía Cynthia sobre los sobres repletos de dinero que le habían dejado a Tess para ayudarla a pagar su manutención, se lo habría contado en aquel momento.
No, eso no era cierto. Tener alguna respuesta sólo abriría más interrogantes. ?Y si supiera que el dinero lo dejaba alguien de su familia? ?Y si incluso supiera quién?
Aun así, no podría responder por qué.
?Y si supiera que no era alguien de su familia quien dejaba el dinero? Pero ?quién? ?Quién más se sentiría lo suficientemente responsable de Cynthia, de lo que le había ocurrido a su madre, a su padre y a su hermano, para dejar semejante cantidad de dinero para ella?
Y entonces se me ocurrió que tal vez debía contárselo a la policía. Hacer que Tess sacara de nuevo la carta y los sobres. Quizás incluso después de todos aquellos a?os y de lo manoseados que estaban pudieran ocultar algún secreto que alguien con el equipo forense adecuado podría desvelar.
Eso suponiendo, por supuesto, que en la policía quedara alguien a quien aún le preocupara el caso. Había terminado entre los expedientes ?fríos? hacía mucho tiempo.
Al hacer el programa de televisión, les había costado encontrar a alguien de los que habían investigado el incidente que aún estuviera en el cuerpo. Y por eso habían tenido que filmar a aquel tipo de Arizona, sentado frente a su Airstream, para que pudiera insinuar que Cynthia había tenido algo que ver con la desaparición de su hermano y sus padres, el muy gilipollas.
Así que me quedé despierto, atormentado por la información que no había compartido con Cynthia y por el hecho de que sólo servía para recordarme cuánto era lo que aún no sabíamos.
Me fui a pasar el rato a la librería mientras Cynthia y Grace miraban zapatos. Tenía en las manos uno de los primeros libros de Philip Roth, que nunca había tenido ocasión de leer, cuando Grace entró corriendo en la tienda. Cynthia se arrastraba detrás de ella, con una bolsa en la mano.
—Me muero de hambre —exclamó Grace lanzándose sobre mí con los brazos abiertos.
—?Ya tienes zapatillas?
Grace dio un paso atrás y me las ense?ó en plan modelo, adelantando un pie y luego el otro. Zapatillas blancas con un toque de rosa.
—?Qué hay en la bolsa? —pregunté.
—Las viejas —respondió Cynthia—. Ha decidido ponérselas ahora mismo. ?Tienes hambre?
Así era. Devolví el libro de Roth a su lugar y subimos con las escaleras mecánicas a la planta de los restaurantes. Grace quería ir al McDonald's, así que le di dinero para que se comprara algo mientras Cynthia y yo íbamos a otro mostrador a comprar sopa y unos bocadillos. Cynthia se pasó el rato mirando hacia el McDonald's, asegurándose de no perder a Grace de vista. El centro comercial estaba lleno aquel domingo por la tarde, y también la zona de establecimientos para comer. Aún quedaban algunas mesas libres, pero se estaban llenando muy rápidamente.
Cynthia estaba tan ocupada vigilando a Grace que fui yo quien tuvo que mover las dos bandejas de plástico, coger los cubiertos y las servilletas, y poner en la bandeja la sopa y el bocadillo cuando estuvieron listos.
—Ha conseguido una mesa —informó Cynthia.
Escudri?é la planta y descubrí a Grace en una mesa para cuatro, agitando la mano hasta mucho después de que la viéramos. Ya había sacado el Big Mac de la caja cuando llegamos junto a ella, y las patatas estaban volcadas en la tapa.
—?Puaj! —se quejó cuando vio mi crema de brócoli.
Una mujer que se sentaba a la mesa de al lado, de unos cincuenta a?os, aspecto agradable y con un abrigo azul, nos miró un momento, sonrió y volvió a enfrascarse en su comida.
Me senté frente a Cynthia, con Grace a mi derecha. Me di cuenta de que Cynthia no dejaba de mirar por encima de mi hombro. Una de las veces me giré, miré hacia donde miraba ella, y me di la vuelta de nuevo.
—?Qué? —pregunté.
—Nada —replicó, y dio un mordisco a su bocadillo de ensalada de pollo.
—?Qué estás mirando?
—Nada —repitió.
Grace se metió una patata frita en la boca, despedazándola con los dientes en trocitos milimétricos a un ritmo casi frenético.
Cynthia miraba de nuevo por encima de mi hombro.
—Cyn —dije—, ?qué demonios estás mirando?