Sin una palabra

Se dirigió a la puerta, volvió a tocarme el brazo y dejó su mano ahí un momento, antes de retirarla y abandonar la sala.

 

Al dirigirme a mi clase de primera hora de escritura creativa, volví a pensar que quienquiera que hubiera organizado un horario de tal manera que a primera hora de la ma?ana hubiera que hacer algo ?creativo? o bien no entendía a los estudiantes de instituto, o bien tenía un sentido del humor muy perverso. Se lo había comentado a Rolly y su respuesta fue:

 

—Por eso la llaman ?creativa?. Tienes que serlo para conseguir que los chicos te hagan caso a esa hora de la ma?ana. Si alguien puede hacerlo, Terry, ése eres tú.

 

Había veintidós alumnos en la clase cuando entré, la mayoría tirados sobre sus pupitres como si alguien les hubiera extirpado quirúrgicamente la columna vertebral durante la noche. Dejé el café en la mesa y lancé mi mochila sobre el escritorio de modo que produjera un sonoro ?bump?. Eso captó su atención, pues sabían lo que había dentro.

 

En la parte de atrás, Jane Scavullo, de diecisiete a?os, estaba tan hundida en su silla que apenas se veía la venda que cubría su barbilla.

 

—Muy bien —empecé—. He corregido vuestros relatos y hay algunos buenos. Hay quien incluso ha conseguido escribir un párrafo entero sin usar la palabra ?joder?.

 

Se oyeron un par de risitas.

 

—?No le pueden despedir por decir eso? —preguntó un chico llamado Bruno que se sentaba junto a la ventana, con unos auriculares blancos cuyos cables descendían desde sus orejas y desaparecían en su chaqueta.

 

—ése es mi jodido deseo —respondí. Luego se?alé mis propias orejas—. Bruno, ?podrías prescindir de eso por ahora?

 

Bruno se quitó los auriculares.

 

Hojeé el montón de papeles, la mayoría escritos con ordenador, algunos a mano, y elegí uno.

 

—Muy bien, ?recordáis que os dije que no tenéis que hablar necesariamente de personas que se disparan unas a otras o de terroristas nucleares o de extraterrestres que salen del pecho de la gente para que vuestros textos sean interesantes? ?Que podíais encontrar historias en un entorno de lo más mundano?

 

Se alzó una mano. Bruno.

 

—?Munqué?

 

—Mundano. Corriente.

 

—Entonces ?por qué no dice habitual? ?Por qué tiene que usar una palabra extra?a para ?corriente? cuando una palabra corriente ya serviría?

 

Sonreí.

 

—Vuelve a ponerte esas cosas en los oídos.

 

—No, no; podría perderme algo mun… da?o si lo hiciera.

 

—Dejadme que os lea un fragmento —dije, sujetando el papel.

 

Pude ver cómo la cabeza de Jane se alzaba unos centímetros. Quizá reconocía el papel pautado, las páginas escritas a mano que tenían un aspecto distinto que el papel que salía de una impresora láser.

 

—?Su padre, al menos el tipo que ha dormido con su madre el tiempo suficiente para que ella le llame así, saca una huevera de la nevera y rompe dos huevos en un bol con una sola mano. Ya hay beicon friéndose en la sartén, y cuando ella entra en la habitación él hace un gesto con la cabeza, como si le indicara que se siente a la mesa de la cocina. Le pregunta cómo le gustan los huevos, y ella responde que no le importa porque no sabe qué otra cosa decir, ya que nunca nadie le ha preguntado cómo le gustan los huevos. La única cosa que le ha hecho su madre remotamente parecida a un huevo es un gofre en la tostadora. Se dice a sí misma que sea cual sea el modo en que el tipo los haga, es más que probable que sean mejores que un maldito gofre?.

 

Dejé de leer y alcé la vista.

 

—?Algún comentario?

 

—Yo prefiero los huevos crudos —dijo un chico sentado detrás de Bruno.

 

—Me gusta —opinó una chica desde el otro lado de la clase—. Te entran ganas de saber cómo es ese tipo; vaya, si se preocupa de su desayuno quizá no sea un gilipollas. Todos los tíos con los que se lía mi madre son gilipollas.

 

—Quizás el tío le hace el desayuno porque quiere enrollarse con ella y su madre —intervino Bruno.

 

Risas.

 

Una hora más tarde, cuando salían en fila de la clase, llamé a Jane, que se acercó a mi mesa a rega?adientes.

 

—?Estás cabreada? —le pregunté.

 

Se encogió de hombros y se tocó la venda; al intentar que no se notara, hizo que yo lo notara.

 

—Era bueno. Por eso lo he leído.

 

Otro encogimiento de hombros.

 

—Creo que están a punto de expulsarte.

 

—Fue esa zorra quien empezó —se justificó Jane.

 

—Eres una buena escritora —le dije yo—. La otra historia que escribiste, la presenté al concurso de relatos cortos de la biblioteca, el que se organiza para los estudiantes.

 

Jane movió los ojos de un lado a otro.

 

—Parte de tu trabajo me recuerda un poco a Oates —insistí—. ?Has leído algo de Joyce Carol Oates?

 

Jane sacudió la cabeza.

 

—Prueba con Puro fuego —le indiqué—. Lo más probable es que no esté en nuestra biblioteca. Demasiadas palabrotas. Pero lo puedes encontrar en la biblioteca de Milford.

 

—?Hemos terminado? —preguntó ella.

 

Asentí, y ella se dirigió hacia la puerta.