El coleccionista

—De acuerdo, lo he pillado —digo.

—Sí, estoy seguro de que te acordarás. En cualquier caso, ayer mandamos los detalles a todos los chapistas de la ciudad. Imaginamos que tardaría unos días. Quiero decir que no es muy probable que alguien secuestre a una chica y lleve el coche al taller dos días después, pero lo hicimos porque es el procedimiento establecido y porque la pintura no podía proceder del coche que llevaba a Emma. Uno de ellos nos llamó esta ma?ana para decirnos que tenía un coche que coincidía en el color y en el tipo de abolladura que podría haber producido el choque contra el contenedor. Lo hemos comprobado y estamos casi seguros de que tenemos el coche que buscábamos.

—?Y?

—Y un par de agentes se han acercado a hablar con el propietario. Se llama Arnold Sweetman, tiene setenta y seis a?os y de buenas a primeras parece que no tiene nada que ver con la desaparición de Emma. Va a la cafetería al menos una vez por semana. Dice que estaba sentado en el coche, preparándose para arrancar, cuando una chica intentó robarle la cartera. Le han ense?ado una foto de Emma Green y dice que esa fue la chica en cuestión.

—?Qué?

—Eso ha dicho. Ha dicho que estaba allí sentado cuando ella abrió la puerta, metió la mano dentro e intentó quitarle la cartera del bolsillo.

—?Lo dices en serio?

—Lo sé. No tiene sentido. Por eso los agentes se lo han llevado a comisaría para seguir interrogándolo. Pero no ha cambiado sus respuestas. Está convencido de que Emma Green intentó birlarle la cartera. Por eso hemos buscado huellas dactilares en el lateral de su coche. No hay duda de que algunas de las que hemos encontrado en la manija de la puerta son de Emma Green.

—Debía de haber alguna razón por la que la abriera —digo—. Quiero decir que no se acercaría a un coche en el que hubiera alguien sentado y, sin más, abriría la puerta e intentaría birlarle la cartera, especialmente justo detrás de su lugar de trabajo, donde la gente podía reconocerla.

—Hay un motivo —dice Schroder—. Una hora después, Sweetman ha pedido un abogado, por lo que los agentes lo han dejado en paz. Su abogado ha aparecido y, nada más volver a entrar en la sala de entrevistas, Sweetman se ha quedado dormido, aunque parecía más bien muerto. Entonces su abogado le ha puesto una mano en el hombro a Sweetman y lentamente ha intentado sacudirlo un poco para despertarlo. Cuando finalmente lo ha conseguido, Sweetman ha empezado a gritarle a su abogado, acusándolo de querer importunarlo. Solo ha durado cinco segundos, pero es posible que le sucediera lo mismo la otra noche. El due?o de la cafetería recuerda haber visto a Sweetman por allí, y recuerda que esa noche se marchó una hora antes que Emma. Probablemente se sentó en su coche y se quedó dormido. Llegó Emma, lo vio y se preocupó por él. Probablemente abrió la puerta y él reaccionara del mismo modo que ha reaccionado con su abogado.

—Y luego Sweetman se marchó a toda prisa —digo para rematar la historia—, y Cooper secuestró a Emma en el aparcamiento, o en algún punto entre el aparcamiento y su piso.

—Eso parece. Pero nada de eso nos ayuda a descubrir dónde se encuentra ahora —dice justo antes de colgar.

Llevo leídas treinta páginas del manuscrito de Cooper cuando un coche patrulla y una camioneta se detienen frente a mi casa. Vuelvo a esconder la pistola bajo el colchón. Tres hombres se acercan a la puerta y ninguno de ellos es Schroder. Dos son agentes, y el otro es un miembro de la policía científica. Los llevo hasta donde se encuentra Daxter. Uno de los agentes aparta la mirada y el otro suelta un gru?ido. El técnico de la policía científica se fija en mi gato como si se tratara de un acertijo. El alambre del que estaba colgado sigue allí. Es un colgador de ropa, solo que lo han retorcido para darle forma. Un extremo envuelve el cuello de Dax y el otro está enganchado al borde del canalón del tejado. Les muestro la tumba.

—Dios, hay que estar enfermo par hacer algo así —comenta uno de los agentes.