El coleccionista

Grover Hills está fuera de la ciudad, a veinte minutos en coche en dirección oeste. Durante el trayecto dejo atrás el aeropuerto, la cárcel y las Canterbury Plains, llenas de granjas con cercas de alambre de espino o de cable electrificado que evitan que el ganado y el trigo acaben mezclándose. A medida que me alejo de la ciudad hace todavía más calor, cada kilómetro hacia el oeste me acerca más al sol.

Tomo una salida de la autopista y sigo conduciendo por una serie de carreteras olvidadas. Es difícil encontrar el centro porque estas carreteras están muy mal indicadas. O bien al consistorio no le importa demasiado esta parte del mundo, o bien los vecinos de la zona quitaron las se?alizaciones para que los forasteros se perdieran por aquí el tiempo suficiente para entrar a formar parte del patrimonio genético del lugar. Las carreteras pasan del asfalto a los adoquines y luego de vuelta al asfalto, el pavimento cambia en cada intersección, donde hay que aminorar la marcha de vez en cuando para ceder el paso a algún granjero que traslada a sus ovejas o a sus vacas de un cercado al otro desde lo alto del tractor, con los perros pastor ladrando y corriendo con la lengua colgando, desesperados por conseguir algo de agua y de atención. Hace unos días, cuando volvía de la cárcel, pasamos por delante de parajes como estos, pero la idea de convertirme en granjero sigue sin seducirme lo suficiente.

Me pierdo y detengo el coche a un lado de la carretera, en una zona con la hierba baja y profundas roderas de tractor que dificultan el paso de mi coche. Llevo las ventanas cerradas y el aire acondicionado al máximo. Examino el mapa durante cinco minutos. Leer mapas nunca ha sido mi fuerte. Sigo las líneas con la punta de un dedo deseando que mi esposa estuviera aquí, porque ella sin duda le pediría a uno de los granjeros que nos indicara el camino. Siempre que íbamos a un lugar en el que no habíamos estado antes, yo conducía y ella leía el mapa mientras Emily dormía en el asiento de atrás; era algo dinámico que nos gustaba a todos. Hago mis conjeturas acerca de dónde me encuentro en el mapa, aunque probablemente sería mejor tirar una moneda y jugármelo a cara o cruz. Sigo adelante. Tardo quince minutos más conduciendo por carreteras sin pavimentar hasta encontrar el lugar. Supongo que si no estabas loco y los tribunales o los médicos te confinaban a Grover Hills, acababas perdiendo la cordura durante el trayecto.

Al principio del camino de entrada hay dos grandes robles que actúan como centinelas y luego docenas de abedules plateados que flanquean el recorrido con sus ramas delgadas y retorcidas. Aparco delante, salgo del coche y la tierra y el polvo quedan detrás de mí, cubriendo el coche, y me siguen mientras me dirijo hacia el edificio. Grover Hills está abandonado y la naturaleza empieza a reclamarlo. Por todas partes, la lánguida hierba llega a la altura de las rodillas y los matorrales han crecido tanto que parecen malas hierbas gigantescas. El edificio fue blanco al principio, en el siglo pasado, y puede que lo hayan pintado una o dos veces desde entonces, pero sin duda alguna no lo han vuelto a pintar desde que el hombre pisó la luna. Se trata de una construcción enorme que no quedaría fuera de contexto en una plantación, con muchos tablones, ventanas peque?as y un montón de habitaciones. Algunas de las tablas están retorcidas, otras podridas, pero en conjunto el edificio parece estar en bastante buenas condiciones. Abandonado, sin duda alguna, pero también habitable. Todo un lateral está cubierto de hiedra que trepa por las paredes y se entrelaza con las tejas de arcilla. Lo más sorprendente es que no ha sido presa del vandalismo. La gente de este país tiene por costumbre buscar lugares, no importa lo ocultos que puedan estar en medio de la nada. Los buscan, los encuentran y luego se dedican a destrozar las ventanas, abrir agujeros en las paredes y decorarlas con penes gigantescos pintados con espray.