El coleccionista

Encuentro a Schroder en el camino de vuelta a la ciudad mientras aún circulo por una de esas calles estrechas y remotas. Ha aparcado el coche en la cuneta y está con otro agente, los dos están de pie mirando un mapa que han extendido sobre el capó y hay dos coches patrulla tras ellos. Eso significa que va a Grover Hills pensando que encontrará a Cooper Riley. Levanta la mirada y ve que estoy a punto de rebasarlo con el coche. Se da cuenta de que soy yo y niega con la cabeza lentamente. Lo saludo levemente. él alza los ojos al cielo y sonríe durante unos dos segundos antes de fruncir el ce?o de nuevo. Vuelve a fijar la mirada en el mapa cuando paso por delante, levanto polvo con los neumáticos y lleno el aire con él, creo un muro entre Schroder y mi retrovisor mientras me dirijo de nuevo hacia la autopista.

Vuelvo a pasar frente a los mismos prados. Los mismos tipos en los mismos tractores están arando los mismos campos y trasladando a los mismos reba?os. Paso por delante de la cárcel y no siento ningún tipo de a?oranza. Hay una vaca muerta en la cuneta, cubierta de moscas, unos cien metros después del enorme rótulo de CHRISTCHURCH. Tomo la Memorial Avenue, donde las casas son grandes, de aspecto frío y los árboles de delante son aún mayores que las casas. Esta parte de la ciudad está llena de herencias cuantiosas y de mujeres cargadas de joyas, sentadas en sus porches y dando órdenes a los jardineros. El tráfico es denso y el aire acondicionado del coche de alquiler es lo único que impide que me vuelva loco. Llego al centro y encuentro un sitio para aparcar frente al museo, donde unos cuarenta turistas asiáticos esperan junto a un autocar y se toman fotos los unos a los otros. Todo son sonrisas y saludos, no son conscientes de que la policía podría pedirles las fotos para revisarlas unos días más tarde, para intentar averiguar qué le ocurrió a un miembro del grupo que ha desaparecido. Meto dinero en el parquímetro, con tres dólares tengo para una hora de aparcamiento, lo que pone la codicia del ayuntamiento al mismo nivel que la de los delincuentes. Camino los treinta metros que me separan de la entrada del jardín botánico, una puerta de barrotes de hierro pintados de verde fijada a la piedra y el hormigón, llena de excrementos de pájaro. Compro un periódico por el camino, arranco la portada y tiro el resto a una papelera de reciclaje.

El jardín botánico es uno de los lugares de la ciudad en los que puedes estar seguro de que las plantas se riegan como es debido, puesto que constituye una de las principales atracciones turísticas. Cubre treinta hectáreas de terreno por las que el río Avon pasa como una enorme serpiente negra. Christchurch puede ser lo que tú quieras, pero este lugar es uno de los más preciosos del país. En todas direcciones hay mantos de flores de colores en su máximo esplendor, senderos bordeados de tulipanes, otros con arbustos perennes, árboles, flores, matorrales, maleza y patos, todos viviendo en paz y armonía con la naturaleza.

Hay mucha gente que ha venido a pasar el día, la mayoría de ellos están sentados a la sombra. Hay parejas tendidas en el césped, hombres echados boca arriba sobre la hierba mullida, mujeres sentadas a horcajadas sobre ellos y mucha actividad bajo las faldas. Los ni?os reman en sus kayaks por el Avon, salpicando a sus amigos y pasándolo bien. Me dirijo al peque?o centro de información turística. Tras el mostrador hay una obesa mórbida que no es consciente de que llevar puesta una camiseta sin mangas ajustada es un crimen contra la humanidad. Me informa de dónde puedo encontrar a Jesse Cartman. Sigo sus indicaciones hasta un invernadero gigantesco que está en medio de los jardines y que sirve de hogar a dos mil helechos, con un espacio adyacente que aloja a docenas de cactus. El aire que rodea a los helechos es denso, cálido y húmedo, y después de respirar unas cuantas veces ahí dentro me entra sue?o. Dentro del recinto hay un sendero rectangular de hormigón que rodea las plantas, con un segundo nivel por encima que sigue el mismo recorrido.

Jesse me saca unos veinte centímetros, pero es tan delgado que parece que pueda pasar por debajo de una puerta. Está igual que cuando lo vi por última vez en algunos aspectos, pero ha cambiado radicalmente en otros. A los diecisiete a?os le diagnosticaron depresión; a los diecinueve, esquizofrenia paranoide; a los veinte, sus padres hicieron una llamada de emergencia a la policía para pedir ayuda. Llegamos a la casa en la que vivía la familia y encontramos a Jesse en el suelo, inmovilizado por su padre, y a su madre sosteniendo contra el pecho el cadáver de la hermana de Jesse. Ahora tiene treinta y cinco a?os, y en los que han pasado desde entonces ha estado tomando una medicación que al parecer ha funcionado, porque ahora va bien afeitado, bien peinado y, que yo sepa, no ha intentado comerse a nadie más desde que lo liberaron. Lleva la ropa bien planchada y la camisa arremangada revela el oscuro bronceado de sus antebrazos. Apaga la manguera y se vuelve hacia mí cuando se siente observado.

—Le conozco de algo —dice—, debe de ser o médico o poli.

—No soy médico —le digo.

—Estaba allí cuando me arrestaron —dice, y quedo impresionado con su memoria—. Agente nomeacuerdo, ?verdad? —dice con una sonrisa. Por un escalofriante momento, pienso que está a punto de tenderme la mano, la misma mano con la que le arrancó la carne a su hermana para comérsela, pero no me la ofrece.