El coleccionista

Se sienta en el borde de la cama y deja el periódico sobre su regazo. A medida que recorre con los dedos la fotografía de su casa, una mancha de tinta se hace cada vez más patente en las yemas de sus dedos. Piensa en la primera chica a la que mató. Fue el a?o pasado. Sigue frotando el periódico, solo que ahora lo hace con más fuerza. La chica se llamaba Jane Tyrone y tenía veinticuatro a?os, casi la mitad que él, y en ese momento Cooper pensó que no había nada en el mundo que pudiera compararse a una mujer de veinticuatro a?os. Cinco meses más tarde se daría cuenta de que se equivocaba. No había nada en el mundo que pudiera compararse a una chica de diecisiete a?os.

Por supuesto, no había empezado por ella. Había empezado tres a?os antes, con otra alumna: Natalie Flowers. Ese era su nombre por aquel entonces. A Cooper no le gusta pensar en ella demasiado, y el hecho de que Adrian tenga una carpeta con documentos acerca de ella ha conseguido reavivar muchos malos recuerdos. Se pregunta si su nombre real, Natalie Flowers, se menciona en alguno de los documentos y lo pone en duda. La policía no lo sabe. Si lo supieran, habría salido en los medios de comunicación. Le encantaría echarle un vistazo. De hecho, necesita hacerlo… podría haber algo que lo relacionara con ella.

Natalie Flowers.

Entró en su vida y supuso un cambio del que también él fue responsable, puesto que, al fin y al cabo, fue él quien permitió que ocurriera. Su matrimonio se estaba rompiendo. Ya hacía un tiempo que se tambaleaba, pero él se había obsesionado demasiado con su trabajo y con su libro para darse cuenta de ello. Entonces fue cuando su mujer lo abandonó. Ella le dijo que se había acabado. él le suplicó que se quedara. Ella le dijo que estaba con otro. Le dijo que no, que no conocía al hombre con el que estaba y que no pensaba decirle cómo se llamaba, tan solo que amaba a ese nuevo hombre, que era feliz con ese nuevo hombre y que Cooper le debía la mitad de la casa y la mitad de todo cuanto poseía. él se compró una botella de whisky ese mismo día, se bebió la mitad y luego empezó con la otra mitad. Se la bebió en su despacho, después del trabajo. No quería ir a casa. No quería enfrentarse a una casa vacía. Solo quería beber, rodeado de sus archivos y de su trabajo, las clases habían terminado ese día y los alumnos se habían ido a casa.

Siempre ha pensado en cómo habría sido su vida esos días si su siguiente decisión hubiese sido distinta. Estaba lo suficientemente bebido para pensar que volver en coche era una buena idea. Eso es lo que consigue la bebida: puedes tomar mil decisiones correctas cuando estás sobrio. Cuando estás sobrio sabes que si bebes es mejor no conducir, pero la bebida cambia las cosas. Se mete en tu sangre y te dice que todo irá bien. Por eso se dirigió hacia el aparcamiento. Solo había seis coches, uno de ellos el suyo, había espacio para unos centenares más. Aquella noche hacía frío, el suelo estaba cubierto de hojas y ya había oscurecido a pesar de que no eran más que las siete y media, cada día un poco más oscuro que el anterior hasta que volviera a empezar el descenso hacia la primavera.

Sus llaves acabaron en el suelo antes de que pudiera entender lo que había ocurrido. Todavía movía la mano frente a la puerta del coche, como si intentara abrirla. Tardó aún unos segundos en percatarse de lo que estaba pasando, luego unos segundos más para agacharse y recogerlas. Debería haber llamado a un taxi. Debería haber hecho algo para evitar que su esposa lo abandonara. Debería haberse dado cuenta de lo que estaba sucediendo. Dios, se sentía tan estúpido por haberse dejado enga?ar de ese modo…

La chica apareció como por arte de magia. A veces, en sus pesadillas, la imagina surgiendo del mismísimo infierno a solo unos metros de él, o flotando por encima del suelo sin que sus pies lo toquen en ningún momento; ese hermoso diablo le había cambiado la vida.

—?Se encuentra bien, profesor? —le preguntó. Y no, no estaba bien, su mujer era una zorra asquerosa dispuesta a arrebatarle la mitad de su vida. ?Adónde habían ido todos esos a?os, la veintena, la treintena, que habían pasado como si nada, implacables? Le quedaba un a?o para cumplir los cincuenta y todo era una mierda, una puta mierda.

—Estoy bien, sí —dijo.

—?Está seguro?

—Afirmativo —respondió justo antes de que se le cayeran las llaves de nuevo.

—Soy una de sus alumnas —dijo ella. Joder, y mira que era guapa.

—Bueno, pues gracias por tu tiempo —dijo él sin estar muy seguro de lo que había querido decir. Finalmente consiguió abrir la puerta.

—Oiga —dijo ella—, ?puedo llevarle a casa?

—No estoy seguro —dijo, pero la verdad era que sí, sin duda le encantaría que lo llevara a su casa. Podían tomar unas copas y… y mierda, no ha querido decir eso. Lo que quería decir es que lo llevaría hasta la casa de él—. No, de verdad, necesito mi coche, tengo algo que hacer ma?ana por la ma?ana temprano —dijo—. Estaré bien.

—No es molestia —repuso ella—. Podemos llevarnos su coche y puede pagarme el taxi de vuelta.

Y así es como sucedió. Durante el trayecto a casa él habló poco, pensaba en su esposa, en su trabajo, en los hombres que hacían lo que querían y, para ser sincero, él quería hacerlo con aquella chica, lo quería más que cualquier otra cosa, quería que ella lo hiciera sentir joven de nuevo.

—?Quieres entrar a tomar una copa? —preguntó una vez ella hubo aparcado dentro del garaje de Cooper.