El coleccionista

Según el reloj del salpicadero del coche, son casi las once y tenemos cuarenta y un grados. Encuentro un atasco hacia el norte, donde se ha incendiado otra casa. No hay casi nadie por la calle. Unos cuantos perros callejeros están olisqueando las alcantarillas en busca de comida, porque el calor las ha secado y están llenas de desperdicios. Dejo atrás el incendio para quedar atascado de nuevo en el tráfico un poco más adelante, en un cruce en el que han chocado dos taxis. Los dos conductores han salido ilesos pero se están gritando mutuamente en diferentes idiomas, los dos extranjeros, sin que ninguno de los dos comprenda al otro. Tardo diez minutos en dejarlos atrás, a ellos y a los cristales que cubren el asfalto como un charco de diamantes.

Cuando llego a casa dejo la puerta abierta y abro también las ventanas del estudio para intentar crear un poco de corriente de aire. Enciendo el ventilador y conecto el lápiz de memoria a mi ordenador. Tarda unos minutos en arrancar, más que la última vez y menos que la próxima, tiene ya dieciocho meses y tratándose de un ordenador eso lo convierte en una reliquia. Me siento delante de la pantalla y me masajeo la rodilla, que cada vez me duele menos, ya puedo doblarla más que esta ma?ana. Trescientas páginas son muchas páginas, no puedo leerlas todas, pero sí hojearlas rápidamente para intentar encontrar una relación entre Pamela Deans, Cooper Riley y Grover Hills. Empiezo a imprimir el documento y recojo las primeras páginas a medida que van saliendo. Antes de que las hojas de papel se hayan enfriado ya he encontrado la relación que buscaba. Está en la introducción. Riley estuvo visitando Grover Hills. Estuvo entrevistando a algunos criminales para su obra. La enfermera Deans lo ayudaba. Estaba elaborando un estudio mientras escribía este libro e imagino que en algún momento pensaba probar suerte con algún que otro editor, o tal vez ya lo hizo y se lo rechazaron. Acudía a Grover Hills una vez por semana, la enfermera Deans era el enlace entre él y sus pacientes. De la impresora salen más páginas, aún calientes. Las recojo, también. Parece como si Riley hubiera entrevistado más o menos a una docena de pacientes. Me vienen a la cabeza un par de cosas. La primera, ?en qué punto Cooper Riley decidió secuestrar a Natalie Flowers, matar a Jane Tyrone y secuestrar a Emma Green mientras llevaba a cabo estas entrevistas? La segunda, ?el hecho de torturar y asesinar a una joven era algo que había resultado impensable para él o algo que se moría de ganas de hacer? Es imposible determinar si esas entrevistas alimentaron o reprimieron sus deseos.

Ya se han impreso casi cien páginas. Igualo los bordes del montón de hojas impresas con unos golpecitos sobre la mesa y me las llevo al salón. El ambiente está muy cargado dentro de la casa y el olor a tinta de la impresora me ha seguido por el pasillo, con lo que el aire aún ha quedado más cargado. Abro las puertas acristaladas que dan acceso a la terraza.

Las páginas impresas se me caen al suelo. Daxter está colgando del canalón del tejado con los ojos entreabiertos, y si ayer parecía dormido, hoy tiene el inconfundible aspecto de un gato muerto al que han colgado por el cuello con un trozo de alambre.





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Lo que compensa es ver esa expresión. Hace más de veinte a?os desde la última vez que la vio y le trae un montón de recuerdos que le hacen sentir una calidez interior y cierto sentimiento de a?oranza. Habrá más gatos, se dice a sí mismo, porque hay más gente que le ha hecho da?o. A través del agujero de la valla puede ver cómo a Tate se le caen los papeles de la mano. Caen sobre el suelo y se dispersan como una baraja de cartas, las primeras son las que van a parar más lejos, sobre el césped reseco. Tate alarga las manos hacia el gato y Adrian no se queda para ver lo que ocurre a continuación, sino que baja corriendo la calle hasta donde tiene el coche aparcado. Ya casi ha cumplido su misión. Conduce hasta el final de la calle, gira a la izquierda, luego otra vez hacia la izquierda y sube por la calle paralela hasta llegar a la calle sin salida en la que vive Tate. Se detiene frente a su casa.

La puerta está abierta y eso le facilita las cosas. Pensaba llamar a la puerta y disparar a Tate en cuanto la abriera, lo que siempre implica un riesgo, pero al verla abierta decide entrar. No oye nada a excepción de un sonido mecánico repetitivo que procede de la primera habitación que queda a la izquierda, algo así como ?ruuun-clic, ruuun-clic?. Se saca la Taser del bolsillo. Le sudan las manos y está a punto de caérsele. La mantiene apuntando hacia delante, pero cerca de su cuerpo, para protegerla. El trapo lo lleva en el bolsillo trasero, junto con la botellita de plástico del fluido que adormece a la gente.

Lo ideal sería disparar a Tate por la espalda. Todo iría mucho mejor, aunque no es imprescindible que sea así. En cualquier caso, en cuanto Tate haya caído y esté inconsciente, Adrian puede llevar el coche marcha atrás hasta la entrada y recogerlo. No es que se le dé muy bien conducir marcha atrás, pero lo ha hecho ya otras veces y está seguro de que puede volver a hacerlo. Aparcará junto al coche de Tate porque la entrada es lo suficientemente ancha. Luego abrirá el maletero, meterá a Tate dentro y volverá a Grove. Lo dejará en una de las salas de paredes acolchadas. No estará tan cómodo como en una cama, pero será lo más seguro, tratándose de alguien como Tate.