El coleccionista

Adrian aprendió a conducir.

Se quedó petrificado la primera vez que se sentó frente al volante de un coche, pero pronto la sensación se convirtió en un mero nerviosismo que acabó derivando en entusiasmo. Su maestro, Ritchie, no es que tuviera mucha experiencia conduciendo, pero sin duda sabía conducir mejor que Adrian. Ritchie era veinte a?os mayor que él y hacía cinco que vivía en Grove cuando lo clausuraron. Ritchie había hecho muchas cosas que Adrian jamás podría hacer: había estado casado, tenía hijos y había tenido el mismo empleo durante más de quince a?os, como profesor de guitarra. A él también intentó ense?arle a tocar la guitarra, pero a la guitarra le sobraban cinco cuerdas para que Adrian pudiera entender cómo funcionaba. Sin embargo, le había ense?ado a conducir. Resultó ser una de las cosas más divertidas que había hecho jamás. Se rieron mucho mientras aprendía y se cargó unos cuantos arbustos y buzones durante el proceso, pero en ningún otro momento se había sentido tan en paz consigo mismo como cuando su mejor amigo le explicaba cómo se frena y se gira, como cuando le ense?ó el arte de cambiar de marcha, un arte que tenía que ser muy preciso al principio porque cualquier error podía calar el coche. Incluso aprendió a repostar gasolina y a comprobar la presión de los neumáticos.

Aprender a conducir le proporcionó libertad. Con libertad podía hacer lo que quisiera, podía ir a donde más le apeteciera. Eso le abrió todo un mundo de posibilidades. Le daba acceso a Grover Hills, a las personas que le habían hecho da?o; le daba acceso a una nueva vida, y lo que más quería en el mundo era que su nueva vida fuera como en los viejos tiempos, aunque sin los Gemelos.

Así que ese era el plan. Volvería a vivir en Grove y la enfermera Deans cuidaría de él. Solo tenía que asegurarse de que los Gemelos no estarían allí para hacerle da?o.

Unos cuantos a?os antes de que lo cerraran, los Gemelos se marcharon de Grove. Fue muy fácil descubrir dónde vivían. Cuando la semana pasada se presentó en su casa, fue un momento precioso, además de ser la primera vez que mataba a alguien. ?Qué nervios! Estaba tan nervioso que casi se le cae el martillo y todo. Pero lo consiguió. Los mató a martillazos y luego se llevó su coche. De todos modos ya no volverían a necesitarlo.

Quería vivir aquí, quería que Grover Hills fuera como antes, sobre todo ahora que los Gemelos habían muerto, y quería que la enfermera Deans viviera aquí con él.

Pero ella no quiso.

Se trajo aquí todo cuanto tenía pero enseguida se sintió solo. Su mejor amigo había conocido a una mujer y la amistad que compartían había pasado a un segundo plano respecto a aquella nueva relación. Adrian estaba celoso de ellos y feliz por ellos al mismo tiempo, pero no tan feliz como para pedirles que vinieran a vivir con él aquí. A Adrian le gustaría que las cosas hubieran sido de otro modo. Ahora que vuelve a vivir aquí puede recordar perfectamente los buenos momentos y se da cuenta de que hubo muchos. Recuerda a algunos de los asesinos que vinieron a quedarse, hombres y mujeres jóvenes que no eran completamente conscientes de lo que habían hecho, o como mínimo eso fingían. Sin embargo, a veces, por la noche, se lo contaban con todo lujo de detalles y sus historias cobraban vida; Adrian era capaz de ver los detalles en los ojos de los que los contaban, a veces le daban asco y otras le entusiasmaban. Algunas historias eran tan vívidas que tenía la sensación de que aquellos eran sus propios recuerdos.

Después de oírlos, volvía a su habitación y se ponía a trabajar en sus cómics. Cada vez los hacía mejor. Fuera cual fuese la historia que hubiera oído, él la dibujaba. Se metía en el pellejo del asesino, imaginaba que era él quien blandía el hacha o el cuchillo. Las víctimas que plasmaba eran siempre los ocho chicos que le habían pegado aquella paliza tantos a?os atrás. Mientras los dibujaba, sentía como si los estuviera matando y la sensación era magnífica.

Sin embargo, los camilleros y las enfermeras empezaron a encontrar su colección de cómics. Cada vez que descubrían uno, lo destruían y a él lo mandaban a la Sala de los Gritos. Pasaron a prohibirle los lápices o el papel, pero siempre hallaba la manera de conseguirlos y volvía a empezar una nueva historia, hasta que se la quitaban.