El coleccionista

Adrian se está acostumbrando a la rutina. Durante los tres a?os que lleva fuera de Grove ha echado de menos el lugar, algo que sinceramente no comprende porque durante los veinte a?os que permaneció aquí no pasó ni un solo minuto en el que no lo odiara. Cuando lo obligaron a marcharse, como a todos los demás, los metieron por grupos en centros de reinserción social para integrarlos en la comunidad. Algunos lo consiguieron, otros no tanto; hubo algunos que se suicidaron y otros murieron en la calle como vagabundos. Les dieron cuentas bancarias y una prestación de enfermedad de casi doscientos dólares por semana a cada uno, de parte de un gobierno al que no le importaba adónde fueran a parar. Adrian jamás había tenido pesadillas hasta que empezó a vivir en el centro de reinserción social, una versión decadente construida en madera de su propia casa y dirigida por un tipo que se hacía llamar a sí mismo el Predicador. La casa no llegaba ni a una cuarta parte de Grover Hills, con solo una cocina y dos ba?os para todos los que vivían allí. Compartía habitación con un tipo de la misma edad que él pero que iba en silla de ruedas. Lo habían derivado de otra residencia que también había cerrado más o menos en la misma época. En todo ese tiempo, el tipo nunca le dirigió la palabra, ni una sola vez, y durante mucho tiempo Adrian le guardó rencor por ello. Pero ese rencor desapareció en cuanto supo que el silencio de aquel tipo se debía a que había perdido la lengua. Adrian no sabía exactamente si el tipo se la había arrancado él mismo de un mordisco o si se lo había hecho alguien, pero cualquiera de las dos posibilidades hacía que se le contrajeran los músculos de la nuca y se le revolviera el estómago. El mayor ruido que llegó a hacer ese tipo fue hace cinco meses, cuando se ahogó con un hueso de pollo y murió. El rostro le quedó absolutamente pálido y le salieron unas manchas oscuras bajo los ojos. El centro de reinserción siempre apestaba a comida, la moqueta siempre estaba húmeda y la habitación que tenía que compartir era más peque?a incluso que la que tiene ahora aquí. Las repisas de las ventanas de los ba?os estaban llenas de podredumbre y los techos, combados. Si ponías la cara contra la pared te la cortabas con las capas de pintura seca que se desprendían. Odiaba ese lugar. Su madre jamás acudió a visitarlo, a pesar de que le había prometido que lo haría.

La verdadera madre de Adrian no llegó a visitarlo jamás desde que abandonó la casa hace veintitrés a?os, desde el incidente de los gatos. Adrian tiene dos madres: la que lo abandonó a los dieciséis a?os y la que lo abandonó hace tres, cuando clausuraron su hogar. Las dos fueron mujeres severas. Las dos lo dejaron para que se valiera por sí mismo. Siente desprecio por ambas, además de quererlas con locura. Su madre de verdad murió hace ocho a?os. Nadie le contó qué había ocurrido, se enteró cuando lo soltaron. No tiene ni idea de si murió siendo la misma persona que él recordaba de cuando era un ni?o. Ni siquiera sabe si sus recuerdos son fieles a la realidad, si relatan de manera veraz la relación que los unió o si se han enturbiado y tergiversado con el tiempo. Sabe que le entristeció saber lo que le había ocurrido. Lo había planeado todo: volvería a casa, llamaría a la puerta, su madre lo abrazaría y todo iría bien. Pero de regreso al hogar se dio cuenta de que ya no era su hogar, lo fue hasta que llamó a la puerta y la abrió un desconocido. El desconocido era un hombre de unos cincuenta a?os que había comprado la casa hacía unos a?os y no sabía nada acerca de Adrian o de su madre, pero los vecinos de la casa de al lado seguían siendo los mismos. Fueron ellos los que le contaron que su madre había muerto. Adrian se derrumbó y empezó a sollozar mientras su vecina, una anciana, hacía cuanto podía para consolarlo. Su madre había muerto de una embolia cerebral. él no sabía lo que era una embolia ni qué puede provocarlas, pero le dijeron que es básicamente una bomba de relojería que llevas dentro de la cabeza y que puede explotar en cualquier momento. La de su madre estalló mientras estaba haciendo cola frente a la caja de un supermercado. El expositor de chicles que había junto a la caja fue lo último que vio. Estaba esperando tranquilamente y, un segundo después, ya había muerto.

Adrian fue al cementerio a visitarla. Tardó más de una hora en llegar andando desde el centro. Un párroco, el padre Julian, lo ayudó a encontrar la tumba y se quedó con él para hacerle compa?ía y responder a sus preguntas acerca de Dios, incluso le prometió que si tenía más podía volver en cualquier momento. Adrian no es que tuviera una opinión muy formada acerca de Dios. El Predicador, el tipo que llevaba el centro de reinserción, intentó convencerlo de que Dios era alguien a quien valía la pena tener de tu lado, pero Adrian ya sabía que Dios no estaba de su lado, de lo contrario no lo habría sumido en un coma unos a?os atrás. Adrian volvió a la tumba hace unos meses y lo único que consiguió fue darse cuenta de que Dios tampoco estaba de parte del padre Julian porque, como agradecimiento por la adoración y lealtad que le había profesado, había permitido que lo asesinaran. Adrian jamás comprendió del todo lo que es la ironía, pero cree que eso podría serlo. Un párroco nuevo había ocupado su lugar, de un modo muy similar a la nueva madre que había ocupado el lugar de su madre original.

Su segunda madre se llamaba Pamela y la conoció el primer día que llegó a vivir aquí. No sabe en qué momento se convirtió más en una madre que en una enfermera y supone, como cree que debe de suponer Cooper, que ocurrió porque aún era muy joven. Ella insistía en que la llamara enfermera Deans y no Pamela, y las dos veces que se equivocó y sin darse cuenta la llamó ?mamá? lo encerraron en el sótano durante un día y una noche enteros cada vez. Ella jamás lo trató de forma cruel en todos esos a?os, simplemente era estricta, y las veces que tuvo que pegarlo o mandar que lo pegara o redujera algún camillero, Adrian sabía que era por su propio bien. No le gustaba, pero la fuerza bruta era la única manera de arreglar lo que andaba mal dentro de él de forma que pudiera convertirse en una persona mejor, y sin duda pasaron mucho tiempo intentando que fuera mejor. Ella jamás lo vio como a un hijo y él nunca le perdonó a ella que no fuera a visitarlo mientras estuvo en el centro de reinserción. Al fin y al cabo, durante todos los a?os que pasaron juntos ella hizo que pareciera como si no le importara nada de nada.

Adrian odiaba el centro de reinserción y tres a?os… tres a?os era demasiado tiempo. Quería volver aquí. El problema es que no podía volver. Iba al hospital en el que trabajaba Pamela Deans y la esperaba escondido en el aparcamiento que hay al otro lado de la calle u oculto en la sombra de un árbol del parque que hay enfrente. La vigilaba, siempre con ganas de acercársele, demasiado nervioso para atreverse.

Pero un día todo cambió.