El coleccionista

Salgo y noto un viento cálido que sacude las gotas de lluvia de los árboles, que van a parar a mi cara. Cuando llego a la universidad, las nubes oscuras ya han desaparecido, el cielo hacia el este es de color gris, pero hacia el oeste es completamente azul y el sol brilla en media ciudad. En el aparcamiento hay más coches que ayer y también más gente. Todo el mundo parece más despierto que durante los últimos días. Aunque eso podría cambiar, porque la ma?ana se vuelve más y más bochornosa con cada minuto que pasa. En toda mi vida recuerdo no más de doce veces en las que se superaron los treinta y ocho grados en Christchurch. Tal vez se llega a los treinta y dos grados unas diez veces en un buen verano, puede que once en uno malo. La semana pasada la pasamos cerca de los cuarenta y tres y tengo la sensación de que hoy no será distinto.

Aparco a la sombra de un abedul y dejo las ventanillas ligeramente abiertas para que la presión provocada por el calor interior no acabe abriendo un agujero en el techo. Hay un coche patrulla aparcado frente a la facultad de psicología. Paso por delante de una puerta doble con un rótulo que reza ZONA DE CARGA Y DESCARGA DE PSICOLOGíA. Tal vez carguen y descarguen a dementes para mostrarlos en las aulas y los alumnos puedan practicar. Subo por las escaleras, paso de largo por delante del despacho de Cooper y saludo a los dos agentes que montan guardia fuera. Cuando salgo del vestíbulo, llamo a Donovan Green. Oigo las palomas que hay en el techo a través de los conductos de ventilación, hacen suficiente ruido como para que tenga que taparme el otro oído con el dedo.

—Me he enterado de lo de las fotografías —dice—. Pero la policía no me las quiere mostrar.

—Lo hacen por su bien.

—?Las encontró usted?

—Sí.

—Pero no me llamó para contármelo.

—Le estoy llamando ahora.

—Hicimos un trato, ?recuerda? Se suponía que tenía que informarme a mí primero, no a la policía.

—Eso sería aún más peligroso para Emma.

—Como mínimo, sigue viva. Ya le dije que era una superviviente nata.

—Creo que el hecho de que secuestraran a Cooper Riley podría haberle salvado la vida —le digo—, pero tampoco podemos saberlo.

Paseo arriba y abajo por los pasillos de la facultad de psicología hasta que encuentro la sala de los servidores. Dentro veo muchos ordenadores, todos conectados entre sí. Oigo los ventiladores funcionando y el equipo de aire acondicionado que mantiene la temperatura adecuada en la sala. Dentro hay un tipo tan pálido que probablemente ni siquiera sabe que fuera están pasando una ola de calor, porque no debe de haberle tocado el sol desde que cumplió los trece a?os. Tiene unos veinte a?os, el pelo enmara?ado y las patillas muy largas. Lo observo mientras intento imaginar cuánto dinero voy a necesitar. Imagino que necesitaré más dinero del que llevo encima.

—?Y ahora por dónde sigue buscando? —pregunta Green.

—Tengo una pista, pero necesito dinero.

—?Cuánto?

—Cinco de los grandes. Esperemos que menos sea suficiente.

—?Para qué lo quiere?

—Se lo contaré cuando llegue —respondo.

Le digo dónde estoy, cuelgo y espero.





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