El coleccionista

Finalmente me levanto de la mesa y vuelvo a entrar en casa. Me tomo un par de antiinflamatorios y unos cuantos calmantes y voy a buscar unas vendas en el cuarto de ba?o. Llamo a Schroder pero no responde. Un minuto más tarde me llama Donovan Green y soy yo quien no responde. Es el ciclo de la vida. ?Qué voy a contarle? ?Que podría ser que hubiera visto cómo su hija moría calcinada? ?Que después de entrar decidí subir por las escaleras antes de buscarla por la planta baja? ?Que no tenía ningún motivo para tomar esa decisión? ?Que la próxima vez optaría por registrar primero la planta baja? ?Que su hija podría haber muerto calcinada por culpa de una probabilidad de error del cincuenta por ciento?

Salgo y me acerco cojeando al coche. Me las arreglo para mantener la pierna izquierda extendida mientras uso la derecha para accionar el acelerador y el freno. Noto que tengo la cara algo quemada por el sol de ayer y cuando me rasco la picazón que siento en la nariz tengo la sensación de estar hundiendo la u?a en la carne unos dos centímetros. Quedo atrapado en un atasco cerca del centro, donde una autocaravana se ha colado en dirección contraria por una calle de un solo sentido. No ha chocado con nadie, pero a ninguno de los conductores que iban detrás de ella les apetece dejarle espacio para que retroceda, por lo que se ha formado un verdadero coro de insultos y consejos procedentes de todas las direcciones a medida que se acumula más y más tráfico. Enciendo la radio y oigo como dos locutores debaten acerca de la pena de muerte. Hablan sobre Emma Green y sobre cómo su desaparición demuestra que Nueva Zelanda debe reinstaurar la pena capital. Están diciendo lo que todos pensamos, que sea quien sea el que se haya llevado a Emma habrá hecho da?o a otras chicas en el pasado y que una sentencia más severa evitaría que hubiera más víctimas en el futuro. Todo lo que dicen es de sentido común. Si matas a la gente mala no podrán hacerle da?o a la gente buena, ?quién podría discutirlo? Solo la gente mala. Los locutores comentan que deberían empezar por el Trinchador de Christchurch. Están hablando de varios métodos posibles para ejecutarlo, empezando por los clichés, como colgarlo o administrarle una inyección letal, antes de ahondar en otras formas imaginativas que consiguen que me pregunte seriamente quiénes son los dos tipos que están comentando la jugada. A continuación abren las líneas al público y el primero es Steve, de Sumner, quien cree que deberían quemar vivos a esa gentuza. Luego le toca a James, de Redwood, quien piensa que deberíamos volver a los métodos de toda la vida y lapidar a esos hijos de puta delante de un público digno de un partido de rugby en estadios tan grandes como los de rugby. El siguiente es Brock, de Shirley, quien dice que no hay nada mejor que abrirlos en canal lentamente, colgados del revés para que la sangre siga llegándoles al cerebro y no mueran tan rápido. Apago la radio y le pido a Dios que jamás me enemiste con Steve, James o Brock.

Cuando consigo dejar atrás la autocaravana bloqueada, el tráfico se vuelve más fluido. Donovan Green me llama dos veces más pero tampoco respondo. Dejo el coche en el aparcamiento de la universidad, en una plaza reservada para discapacitados. Veo cómo un estudiante va sentado en un carrito de compra mientras otro lo empuja por una acera y no paran de reírse.