El coleccionista

El humo forma remolinos bajo el techo. Las salpicaduras de gasolina me empapan los pantalones. Empiezo a toser en cuanto el humo negro entra en mis pulmones. Cruzo el pasillo del piso superior en dirección al cuarto del extremo, donde no hay gasolina en el suelo. Cierro la puerta con la esperanza de que forme una barrera que me dé algo más de tiempo. Las llamas del piso de abajo suenan como un tren de mercancías. Noto cómo se calienta el suelo pero no estoy seguro de si sucede de veras o si es solo producto de mi imaginación. Compruebo las ventanas. Se abren, pero no lo suficiente para salir por ellas. El coche de Emma Green está dando la vuelta torpemente. Sube por encima de la acera y choca contra un buzón antes de calarse. Se queda así unos segundos antes de arrancar de nuevo bruscamente, con dificultades, pasando por encima del buzón, que queda aplastado bajo las ruedas delanteras. El armazón de la casa cruje a medida que se va debilitando y la planta baja se prepara para recibir a un piso superior que está a punto de desplomarse. Las paredes de poliestireno se derriten y los armazones de madera crepitan y arden. En cuestión de segundos, este dormitorio sucumbirá también al incendio.

Uso la palanca del coche para abrirme paso por la ventana a golpes y descargo parte de mi frustración sobre el cristal, furioso por la posibilidad de que Emma esté muriendo en la planta baja víctima de las llamas. Cuanto menos tarde en salir, menos tardaré en poder bajar a buscarla. La mayoría de los fragmentos de vidrio caen por el lado exterior, pero algunos salen disparados hacia dentro cuando vuelvo a tirar de la palanca hacia mí. Un par de trozos se me clavan en la mano y me producen un corte profundo. Suelto la palanca, saco el colchón de la cama y lo doblo para sacarlo por la repisa de la ventana, los fragmentos de cristal con forma de dientes de tiburón se clavan en él y me lo ponen difícil. Consigo sacarlo lo suficiente para dejarlo caer y dejar que la fuerza de la gravedad se encargue del resto. Desaparece a través del humo, apenas puedo ver cómo su silueta impacta contra el suelo. Aterrizar sobre el colchón parece una solución demasiado inspirada en los dibujos animados como para intentarlo, pero es la única que se me ocurre. La ventana del cuarto de abajo estalla, las llamas empiezan a salir por ella y el calor me atiza en la cara de golpe. Tendré que pasar a través de las llamas, no tengo otra opción. Aparece gente al otro lado de la calle. Se quedan plantados mirándome, sin saber qué hacer. Algunos se tapan la boca con las manos, otros me se?alan, hay quien usa el móvil para llamar y quien lo apunta hacia mí para fotografiarme o grabarme en vídeo, seguro que hay alguno lamentando el hecho de que si muero calcinado pueda bajar el estatus del barrio. Ninguno de ellos se acerca ni me grita para animarme a sobrevivir. Coloco una manta alrededor del marco de la ventana para cubrir los cristales que quedan. La puerta del cuarto está ardiendo y el humo entra por debajo en dirección a la ventana rota. Me envuelvo con otra manta, cubriéndome tanto como puedo, la sostengo por delante de mi cara y la muerdo para sujetarla. Intento descolgarme un poco por la ventana para caer desde más abajo y reducir el impacto. Las llamas me alcanzan los pies. Me suelto después de darme un poco de impulso hacia atrás, incapaz de ver el colchón, pero recordando dónde está. Veo pasar la casa hacia arriba a toda velocidad. Tiro aún más de la manta para acabar de cubrirme la cara mientras atravieso las llamas. Doblo las rodillas y recojo las piernas ligeramente y caigo sobre el colchón con los pies y el trasero al mismo tiempo, algo estalla dentro de mi rodilla izquierda. Ruedo sobre mi espalda para alejarme del fuego y me libro de la manta. Tengo los dobladillos de los pantalones ardiendo, intento apagar las llamas sacudiéndomelos con las manos y consigo extinguirlas, pero tengo que inclinarme hacia delante debido al dolor que siento en la rodilla, que ya se ha hinchado. Sigo alejándome como puedo de la casa cuando, de repente, aparecen dos hombres. Me agarran por debajo de los brazos y se me llevan a rastras mientras me preguntan si hay alguien más dentro.

Contemplo la casa. El fuego sale por las ventanas y cubre todas las superficies. Les digo que no lo sé, pero creo que podría ser. Creo que Cooper Riley podría estar entre las llamas, y también Emma Green, pero no puedo mandar a esos hombres ahí dentro.

—Déjenme —les digo, e intento zafarme de ellos.

—No puede volver a entrar ahí dentro, amigo —me dice uno de ellos.

—Debo hacerlo. Hay una chica ahí dentro.

—No, ya no hay nadie —dice el otro—. Al menos nadie que siga con vida.

—Déjenme —les pido de nuevo, pero no me sueltan, lo que hacen es apartarme del fuego y yo no se lo impido, porque sé que tienen razón. Sigo protestando, pero incluso si me soltaran no sé si intentaría volver a entrar ahí, ya no. Si Emma Green está en esa casa, ya es demasiado tarde para salvarla. Nadie puede entrar ahí dentro y salir con vida.

Contemplamos cómo la casa pierde la batalla, cómo el aire se llena de nubes de humo que se extienden hasta el coche y los jardines mientras el calor nos obliga a retroceder.





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