Es el primer día que me levanto fuera de la cárcel. Pongo a cargar mi teléfono mientras me tomo un bol de cereales, necesito algo de combustible antes de salir a enfrentarme al calor e intentar encontrar a Emma Green sana y salva. Ese es el objetivo. Me he mentalizado para ello. Ayer hizo calor y hoy todavía hará más. No hay ni una nube en el cielo y, si las hubiera, probablemente acabarían carbonizadas. La madre naturaleza contiene el aliento porque no hay ni el más mínimo atisbo de brisa. Hay humo hacia el sur, por encima de Port Hills, los matorrales ardiendo han te?ido de gris el cielo de esa zona. Anoche dejé el coche de alquiler frente a mi casa y ahora sufro las consecuencias: el volante me quema las manos y las gafas de sol que dejé sobre el salpicadero me abrasan el puente de la nariz. Dejo las puertas abiertas para que se ventile un poco antes de arrancar. Son casi las diez de la ma?ana y el tráfico es mucho más fluido que hace una hora. Todo el mundo parece cansado. Todo el mundo parece tener ganas de tomarse el día libre, sea cual sea su ocupación, y pasarse el día durmiendo en casa. Las cosas no son muy distintas cuando llego a la Universidad de Canterbury. Solo una cuarta parte del aparcamiento está ocupada y los abedules plateados que lo rodean tienen más aspecto de le?a que de árboles. La gente sale de los coches con aspecto aturdido.
La Universidad de Canterbury es un batiburrillo de edificios viejos y nuevos: muchos son como imaginamos que debían de ser las universidades soviéticas en plena guerra fría; el resto, como imaginamos que sería una universidad construida en la luna. Hay edificios más antiguos, de estilo gótico, de la época de Jack el Destripador, con muros de piedra gris cubiertos de hollín, de cagadas de pájaro y del polvo que traen hasta aquí los vientos del noroeste. Mezclados con estos edificios hay otros más modernos, con grandes vigas de acero y fachadas acristaladas llenas de huellas dactilares y las pasadas que quedaron marcadas la última vez que las limpiaron. Ninguno de los edificios tiene muchas curvas, es como si la universidad no estuviera dispuesta a pagar el gasto extra que supondría cualquier forma geométrica que escape al ángulo recto. La mayoría de los alumnos visten camiseta y pantalones cortos, aunque aún se ven a algunos enfundados en gabardinas negras compradas en tiendas de segunda mano, con camisas blancas o negras y vaqueros negros, las chaquetas llenas de tachuelas y los ojos maquillados, tanto hombres como mujeres, desafiando al calor para alardear de su angustia existencial. Al menos la mitad de los alumnos caminan con la cabeza gacha, los ojos fijos en el móvil y el pulgar bailando frenéticamente sobre las teclas para mandar mensajes; solo levantan la mirada de vez en cuando, para no chocar contra un muro o contra otro usuario de móvil. Aún son más los que llevan cables blancos que conectan sus orejas con algún bolsillo. Pregunto una dirección y me responden como si estuvieran ayudando a un anciano.
Llego al aula donde tiene lugar la siguiente clase de Emma Green. Fuera hay una escultura pintada con colores chillones y fabricada con tablones de madera, parece más bien un mal trabajo de carpintería que una buena obra de arte. No estoy seguro de lo que pretende representar, o quizá fue Superman quien se dedicó a apilar todos los bancos de las paradas de autobús que pudo encontrar. Hay un grupo de estudiantes pasando el rato fuera, sentados en el césped, a la sombra. Me cuentan que el profesor aún no ha llegado. Les pregunto por Emma y la mayoría recuerdan haberla visto en clase, pero no la conocían personalmente. A algunos de ellos también los ha interrogado la policía y los que sabían algo acerca de Emma están impacientes por repetir lo poco que saben. Paso una hora muy productiva esperando con ellos; sin embargo, el profesor de psicología finalmente no aparece. Parece ser que es un catedrático que también imparte criminología, aunque solo para los estudiantes que ya llevan tres a?os en psicología. El hecho de que sea una clase de psicología implica que todo el mundo se muestra abierto a ofrecer su propia visión acerca de la desaparición de Emma. Algunos parece que incluso esperen obtener un sobresaliente gracias a sus valoraciones de la situación. Supongo que es normal. Supongo que cuando llevas dos semanas estudiando psicología empiezas a emitir diagnósticos, primero sobre ti mismo y luego sobre todos los demás. A pesar de que intentan ayudar, me entristece ver que están envueltos por una atmósfera de excitación alimentada por el hecho de saber que uno de ellos está a punto de copar los titulares de la peor manera posible, pero también siento cierto alivio por el hecho de que no sea ninguno de ellos.
—Ese profesor que no ha venido —le digo a una chica con una docena de pendientes en la oreja izquierda y el pelo más corto que las u?as, vestida con una camiseta muy ajustada con la frase BANCO DE ESPERMA MENOR DE EDAD—, me gustaría poder hablar también con él. ?Cómo se llama?
—En realidad es catedrático —responde—, no le gustará que lo llame profesor —a?ade, con lo que ya me lo ha resumido en una sola frase—. ?No tendrá un cigarrillo para mí?
—No fumo. ?Y cómo se llama ese catedrático? —insisto, puesto que parece haber olvidado mi pregunta.
—Ah, sí, Cooper Riley —responde—, pero no sabría decirle dónde puede encontrarlo. Ya es el segundo día que no viene a clase. Es muy raro, ?sabe? Cuando lo ves, tienes la impresión de que jamás en su vida ha llegado tarde a ninguna parte. Igual es por el calor.
—Igual —respondo mientras por dentro repaso la cronología de los hechos. Emma desapareció hace dos días y medio y Cooper Riley lleva dos días sin venir. El expediente no mencionaba a Riley en ningún momento… es normal que no le hicieran preguntas puesto que hasta ayer no se consideró a Emma oficialmente desaparecida. Me indican cómo llegar hasta las instalaciones de la facultad y les agradezco a los estudiantes el tiempo que me han dedicado. Por el camino llamo a Schroder.
—?Te dice algo el nombre de Cooper Riley? —pregunto.
—Nada. Ni siquiera sé quién es.
—Uno de los profesores de Emma.
—Vamos, Tate, ya te lo he dicho, no me ocupo de ese caso.
—Ayer no se presentó a clase y hoy tampoco.
El coleccionista
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