El coleccionista

Lo peor sucedió durante el resto de la tarde. Fue incapaz de concentrarse en las clases. Pensaba que los profesores lo miraban mal. Esperaba que en cualquier momento alguien le pasara un mensaje al profesor diciendo que Adrian tenía que acudir al despacho de director. Sonó el timbre, había llegado la hora de marcharse y aún no había sucedido nada. Ya en casa, cada vez que el teléfono sonaba pensaba que alguien de la escuela llamaba para hablar con su madre, que lo siguiente sería su expulsión, pero esa llamada no llegaba.

Si el primer día había sido malo, el segundo fue mucho peor. Esa ma?ana ni siquiera desayunó. De hecho, tuvo ganas de vomitar durante todo el día. Pasó el recreo y durante la hora de comer estuvo todo el rato sentado en el ba?o, con la sensación de tener un cubo de agua en el estómago.

Fue el tercer día cuando el chico fue a por él. Y no lo hizo solo. Al acabar las clases se lo llevaron a rastras hasta un parque. Entre todos lo redujeron y lo ataron. No le pegaron patadas ni pu?etazos, al menos al principio no. Pero, una vez atado, los ocho chicos formaron un corro a su alrededor y se le mearon encima. Sintió cómo la orina impactaba en su piel y le chorreaba por el cuerpo, se le colaba por la parte baja de la espalda y le empapaba la ropa. Lo ataron con un palo en la boca para impedir que pudiera cerrarla. Le apuntaron a la cara, la orina le entró en los ojos, que le escocían mucho, y mientras fluía por su lengua le parecía estar tragando ácido. Se atragantó, tosió e intentó recuperar el aliento, pero tenía el ardor pegado en la garganta y una terrible sensación de ahogo. El martirio se le hizo interminable. Cuando hubieron acabado, se rieron de él y uno de los chicos le pegó una patada en la cabeza que cuajó como una de esas modas pasajeras, porque acto seguido otro chico le golpeó, y luego otro. No tardaron en atizarlo todos a la vez y, cuando finalmente se retiraron, siguió oyendo las risas de los chicos mientras se sumía en la oscuridad. So?ó con Katie. So?ó con tiempos mejores.

Cuando volvió en sí, ya no estaba atado, pero no podía ponerse de pie. El mundo no paraba de moverse dentro de su cabeza. Lo encontró alguien que paseaba por allí y acudió una ambulancia a recogerlo. Pasó seis semanas en el hospital. Se le había hinchado el cerebro y tuvieron que agujerearle el cráneo para aliviar la presión. Estuvo en coma inducido durante dos semanas. Le habían roto seis costillas y el brazo derecho. Cuando salió del hospital, no quiso decir el nombre de los chicos que le habían hecho todo aquello. Le dijo a la policía que no recordaba quiénes habían sido. Pero no era cierto.

Recuperó el equilibrio un mes después del incidente y aún tardó un par de días en empezar a caminar derecho de nuevo. Todo lo que había aprendido en la escuela dejó de tener sentido. Las cosas más simples dejaron de serlo. Ya no le gustaba escuchar su música. De hecho, la aborrecía. Los cómics ya no le hacían reír y odiaba las historias porque hablaban sobre las vidas de personas con habilidades únicas que él jamás podría tener. En cambio, empezó a dibujar sus propios cómics. No se le daba especialmente bien dibujar, pero tampoco lo hacía mal, por lo que se dedicó a dibujar a todos esos chicos que lo habían pegado, se dibujaba a sí mismo frente a ellos, con diferentes tipos de armas y maneras de utilizarlas. A veces, cuando no estaba dibujando, se sentaba en su habitación y les arrancaba las puertas y las ruedas a sus coches en miniatura. Oyó cómo su madre le contaba a su tía que había cambiado, que algo no funcionaba bien dentro de su cabeza. Adrian no sabía qué era. Su madre sí, de hecho se lo había explicado, pero él no le encontró sentido. Era la misma persona, se sentía el mismo, aunque sabía que había cambiado. A veces se le olvidaban las cosas. Lo que había vivido antes de la paliza había quedado encerrado en su memoria para bien, pero también había cosas nuevas que luchaban por salir. Siempre estaba perdiendo las cosas, no recordaba los nombres de la gente. Pero no olvidó los nombres de todos y cada uno de los chicos que le habían hecho todo aquello. La policía seguía haciendo preguntas, aunque cada vez menos. Habían empezado a ocuparse de otros asuntos. La gente olvidó lo que le había ocurrido a Adrian.

Pero él recuperó las fuerzas. Y el equilibrio. Las heridas de su mente empezaron a sanar. Jamás volvería a estar al cien por cien, pero al menos podía recordar cosas nuevas si se esforzaba. Sin embargo, veía las cosas de un modo distinto. Los golpes que había recibido en la cabeza y le habían hinchado el cerebro habían cambiado su perspectiva de la vida.