El coleccionista

La otra cosa que lo hacía feliz era Katie. A los trece a?os se había enamorado de la chica nueva de la clase, de sus ojos verdes y su largo pelo rojizo recogido en una cola de caballo y con las puntas hechas polvo. Era un poco más alta y pesaba algo más que él, aunque no mucho, y habría necesitado un día entero para contarle las pecas de las mejillas, esas pecas que tanto le habría gustado coleccionar. La familia de Katie había llegado de Dunedin, una población del sur al lado de la cual incluso Christchurch parecía una gran ciudad. La primera vez que la vio, notó que se le encogía el estómago, que se le calentaba el pecho y se le secaba la boca. Allí donde iba, llevaba consigo la sonrisa nerviosa de Katie, so?aba con tomarla de la mano y acompa?arla a casa. La pusieron en su clase, se sentaba en el otro lado del aula aunque un poco más adelante que él, por lo que podía pasarse el día mirándola furtivamente. Adrian no sabía qué haría si algún día a ella le daba por volverse y lo pillaba mirándola, pero de cualquier forma eso nunca llegó a suceder. Como solía pasar con todos los alumnos nuevos, las cosas podían ir de dos modos: el resto de los alumnos podían mostrarse interesados y aceptarla como amiga o, por el contrario, pasarse el día burlándose de ella. En el caso de Katie, optaron por burlarse de ella. De vez en cuando, durante el recreo o a la hora de comer, la empujaban e intentaban hacerla llorar, y a veces incluso lo conseguían.

A Adrian le gustaba la idea de salir en defensa de esa chica que tanto le gustaba, pero era un cobarde y lo sabía. Incluso las chicas eran más fuertes que él. Los chicos podían llegar a aplastarlo. Una de las cosas que más lo aterraban de la escuela era hablar en público. Odiaba hablar en público. Tenía que ponerse de pie delante de toda la clase, vestido con su uniforme de segunda mano, con aquellos pantalones cortos que le quedaban grandes, con esos brazos y piernas que parecían palillos y, por mucho que ensayara, cuando llegaba ese momento jamás conseguía recordar lo que tenía que decir. Por mucha agua que bebiera, la boca siempre se le secaba. Cada vez que oía las risitas de los demás, notaba que se sonrojaba y deseaba salir corriendo del aula y no parar de correr. Llevaban ya unos meses de curso y el sol estaba más bajo, las ma?anas eran cada vez más frescas y el camino hacia la escuela había quedado cubierto por las hojas secas. Tenían que hablar en público acerca de personas que los inspiraran. él había escogido a Neil Armstrong porque, desde los diez a?os, Adrian no deseaba otra cosa que ser capaz de llegar corriendo a un lugar tan lejano como la luna. A decir verdad, eso no lo dijo en su discurso, lo que hizo fue fantasear sobre la posibilidad de capitanear su propia nave espacial y explorar la galaxia. Quería ser el primer hombre que pusiera los pies en Marte. En su discurso mencionó las misiones Géminis y Apolo y habló acerca de la época en la que Armstrong había sido piloto de pruebas, todo ello sin parar de tartamudear. Los nervios se apoderaron de él hasta el punto de que las manos le temblaban tanto que los apuntes se le cayeron al suelo y al recogerlos se le desordenaron. Eso fue un problema porque no los había numerado, por lo que, según su discurso, Armstrong creció y llegó a la luna antes de entrar en la NASA. Al final, nadie aplaudió y la maestra, la se?ora Byron, con sus gafas de montura de carey que le amplificaban los ojos hasta duplicar su tama?o, le ordenó que se sentara antes de cederle el turno a Katie.

La chica que Adrian tanto adoraba salió al encerado y habló sobre Beethoven. él no sabía gran cosa acerca de Beethoven aparte de que se había cortado una oreja, aunque Katie eso no lo mencionó en su discurso y Adrian no entendió por qué, puesto que, en cambio, comentó que el compositor se había vuelto sordo, lo que sin duda debió provocarlo el hecho de que se hubiera cortado una oreja. A medio discurso, algunos de los ni?os empezaron a reírse. La se?ora Byron los rega?ó. La se?ora Byron era una de esas profesoras que se pasan el día rega?ando a los alumnos, ese tipo de mujeres que parecen haber nacido ya con cuarenta a?os. Katie continuó algo más despacio, y cuando volvieron a surgir las risas se echó a llorar y salió corriendo del aula. Adrian quiso ir tras ella, pensó que sería un gesto muy bonito y que sin duda ella lo amaría por haberlo hecho. Sin embargo, el cobarde que llevaba dentro no le permitió hacerlo. Odiaba a ese cobarde, quería matarlo, pero no tenía valor para ello. Hasta entonces no, pero en ese momento decidió que al menos intentaría burlarlo.

A la hora del almuerzo se plantó frente al chico que había empezado con las risas.

—Quiero que dejes tranquila a Katie —dijo Adrian.

—?Qué tú qué? Vete a la mierda, estás de co?a, ?no?

—Lo digo en serio.

El chico, que se llamaba Redmond a pesar de que todo el mundo lo llamaba Red, estaba a punto de lanzarles a sus amigos la pelota de rugby que tenía en las manos. Redmond era uno de esos chicos gordos con las mejillas gordas que más adelante iría por la vida diciendo que tenía los huesos grandes.

—?Lo dices en serio? —dijo Red, y empujó el pecho de Adrian con uno de sus gordos dedos—. El peque?o Aids —dijo, porque así es como llamaban a Adrian— no quiere que nos burlemos de su novia.

—No es mi novia.

Red lo empujó de nuevo, pero esta vez uno de los amigos de Red se había arrodillado detrás de Adrian que, al retroceder, tropezó y se dio un golpe contra el suelo que le quitó casi todas las ganas de pelearse. Las pocas que le quedaron se las acabó de quitar Red un momento después, cuando le saltó encima y le dio un par de buenos pu?etazos en el estómago antes de restregarle la cara por el barro. Unos cuantos alumnos se acercaron para contemplar la escena. Entre ellos, Katie y un par de chicas mayores. Adrian levantó la mirada hacia ella e intentó sonreírle, pero fue incapaz. El dolor era demasiado intenso y necesitaba todas sus fuerzas para mantener su vientre a raya.

—Este no será amigo tuyo, ?no? —le preguntó una de esas chicas de crecimiento precoz, una chica alta, de mandíbula poderosa, ojos mezquinos y pelo rizado. En la escuela, si crecías más rápido que la mayoría de los demás, lo más normal era que acabaras convirtiéndote en un hijo de puta.