El coleccionista

Encuentro un sitio donde aparcar, entro en el centro comercial y no pierdo más de dos minutos mirando teléfonos móviles antes de decidirme por un modelo barato. Imagino que las prestaciones adicionales que ofrecen otros modelos no me servirán de nada teniendo en cuenta lo poco que dura un móvil intacto en mis manos. El tipo del mostrador lleva pendientes en las dos orejas y otro más en la narina izquierda, y para ser sinceros, no comprendo por qué. Intenta venderme unas tarifas astronómicas para que el teléfono me salga más barato y tengo que rechazarlo cuatro veces para que se dé por vencido. Me pone una tarjeta SIM nueva y me hace saber que mi teléfono tardará más o menos una hora en conectarse a la red. Le pago con algo del dinero en efectivo que me ha dado Donovan Green. No sé cómo, pero me dejo la cartera encima del mostrador y no me doy cuenta de ello hasta que veo que el tipo que me ha vendido el teléfono me persigue por el aparcamiento y me la devuelve. Parece un atraco, pero al revés. Intento ofrecerle algo de dinero como recompensa pero lo rechaza y me dice que no se trata de por qué la ha devuelto, que cuando uno hace lo que debe lo hace porque es lo correcto y no para recibir nada a cambio.

Tras salir del centro comercial encuentro algo de tráfico, aunque fluido, y se vuelve cada vez más fluido a medida que me acerco a la residencia. Han asfaltado el camino de entrada desde la última vez que vine y los árboles que lo flanquean están mustios debido al calor. El edificio es de ladrillo gris, tiene unos cuarenta a?os y carece de ese tipo de atractivo que te induce a pensar que podrías vivir en él. Aunque la finca tiene buenas vistas, dignas de postal, y ocupa unas cinco hectáreas. Cruzo la puerta y entro en el vestíbulo con aire acondicionado; me doy cuenta de que no ha cambiado nada y de que nada cambiará, incluidas las enfermeras. La enfermera Hamilton me saluda con un breve abrazo y me dice que se alegra de verme, creo que lo dice de verdad. Lleva tres a?os cuidando de mi esposa y antes de mi condena en prisión yo intentaba venir cada día. He visto a la enfermera Hamilton cientos de veces y no sé nada sobre ella aparte de que es una mujer, de que trabaja como enfermera, de que jamás lleva perfume y de que se encuentra en esa franja de edad indeterminada en la que es imposible saber si alguien tiene cincuenta, sesenta o setenta a?os. Me acompa?a a la habitación de Bridget mientras me pone al día, aunque no hay mucho que contar. Bridget es cuatro meses mayor y nada más. La encuentro sentada en una silla, mirando hacia los jardines, donde un jardinero con el torso desnudo conduce un cortacésped que forma franjas en la hierba. Tiene la piel ligeramente bronceada, por lo que supongo que antes de la ola de calor alguien debía de llevársela fuera en silla de ruedas para que le diera el sol un rato cada día. Le tomo la mano y es igual de cálida que la última vez. Paso una hora con ella. En la habitación hay fotos de nuestra hija.

—Te he echado de menos —le digo, y espero que a ella le haya pasado lo mismo, aunque en realidad soy consciente de que ni siquiera sabe que he estado ausente, ni siquiera sabe que estoy aquí con ella ahora. Mi esposa es una esponja que absorbe las palabras pero no puede hacer nada con ellas—. Y lo siento —a?ado.

Durante el camino de vuelta a casa compruebo el teléfono móvil y veo que ya está conectado a la red. Tecleo el número de Schroder y el sonido me llega con toda claridad.

—?Qué puedes decirme acerca de Emma Green? —le pregunto.

—?La chica del accidente? ?Por qué me lo preguntas, Tate?

—No me has dicho que ha desaparecido.

—Yo no llevo ese caso, pero por lo que sé tampoco nos consta que haya desaparecido.

—Sí que os consta. Lleva casi dos días sin aparecer y eso la convierte en una persona desaparecida, pero aún tenéis la esperanza de que se haya largado a alguna parte con un novio, ?verdad?

—Como ya te he dicho, Tate, yo no llevo ese caso. ?Por qué me preguntas por ella?

—Su padre ha venido a verme.

—Dios, no me digas que te ha contratado para que la encuentres.

—No.

—??No? significa que él no lo intentó y tú te ofreciste a hacerlo? ?O ?no? significa que no te ha contratado y que vas a hacerlo gratis? ?De cuál de las dos opciones se trata?

—Un poco de cada.

—Dios, Tate, ni siquiera conservas la licencia de investigador.

—Como ya te he dicho, no me ha contratado. No lo estoy haciendo a título profesional.

—Tampoco puedes hacerlo a título personal.

—Eso no ha sido un problema para que me pidieras ayuda esta ma?ana.

—Eso es distinto.

—?Sí? ?De verdad lo crees? —pregunto.

—Mira, Tate, estamos investigando su desaparición. De verdad. Tenemos a gente trabajando en ello, buscándola. Nadie piensa que haya huido. Estamos seguros de que le ha ocurrido algo malo, pero nadie sabe nada al respecto. Simplemente se ha esfumado. Pero es que cada día se esfuma gente en esta ciudad. Tenemos cajas y cajas llenas de expedientes de gente a la que no conseguimos encontrar, pero buscamos, de verdad te lo digo.

—?Y no tenéis pistas?

—Si tuviéramos pistas, su padre no se habría puesto en contacto contigo tan rápidamente.

—Entonces, ?qué opinas? ?Crees que está muerta?

—Espero que no.

—No te he preguntado eso, Carl.

—Déjalo, Tate.

—No puedo.

—?Por qué? ?Por lo que le hiciste el a?o pasado? Ya has pagado tus deudas, Tate, ya no le debes nada ni a ella ni a su padre.

—?De verdad lo piensas?

—Sí, de verdad lo pienso —dice.

—No te creo. Tú harías lo mismo si estuvieras en mi pellejo.

—Mira, Tate, entiendo que te sientas de ese modo, de verdad, de verdad que lo entiendo, pero no es una buena idea.

—No le hará da?o a nadie que como mínimo lo intente.

—Vamos, ?cómo puedes decir eso?

—Esta vez será distinto.