El coleccionista

También me ha facilitado una foto de Emma tomada hace un mes. Es una chica atractiva. La última vez que la vi se hallaba tendida en una cama de hospital con el cuerpo lleno de tubos. Estaba despierta y no sabía quién era yo. No llegué a entrar en la habitación, me quedé fuera discutiendo con su padre, diciéndole que lo sentía. El pelo negro le llega hasta los hombros y enmarca un rostro de sonrisa fácil, ese tipo de sonrisas que te encanta ver en cualquier chica atractiva, pero que, a la vez, son tan escasas de encontrar. No hay duda de que esa sonrisa podría romper corazones. Tiene los ojos ligeramente entornados por culpa del sol y el fondo de la foto es un parque o un jardín.

Mis padres llegan solo unos momentos después de que se haya marchado mi abogado. Oigo cómo paran el coche y me saludan desde dentro. Salen del coche, mi madre viene corriendo hacia mí y me abraza. Mi padre, que no ha abrazado a un hombre en su vida, se limita a darme la mano y los invito a entrar. Nos sentamos para tomar un refresco mientras charlamos de las mismas cosas de las que solíamos charlar cuando venían a visitarme a la cárcel dos veces por semana. Mi padre ya hace tiempo que cumplió los setenta, tiene el pelo blanco pero lo conserva intacto, sin signos de calvicie, algo de lo que está muy orgulloso. Lleva barba, sin bigote, lo que es realmente patético. Se siente aliviado cuando le digo que ya no necesito que me presten un coche. Mi madre cumplió los setenta hace poco, sabe que dentro de veinte a?os tal vez ya no estará viva y parece que se haya propuesto soltar tantas palabras como le sea posible antes de fallecer. Lleva unas gafas gruesas colgando alrededor del cuello, una reliquia que se remonta a los a?os que pasó trabajando en la biblioteca de la ciudad, mientras que su pelo rubio oscuro ha estado saliendo de un bote durante los últimos veinte a?os. Se ofrece a quedarse más tiempo para ayudarme con las tareas de la casa pero le digo que no. Mis padres son encantadores, pero si algo bueno tuvo la cárcel fue que pasé cuatro meses sin que me llamaran a diario y que no podían presentarse sin avisar. No hay silencios incómodos porque mi madre no permite que eso suceda. Casi siempre se dedica a ponernos al día acerca de lo que hacen el resto de miembros de la familia. No tengo ni hermanos ni hermanas, pero ojalá los tuviera, porque la atención que mamá focaliza en mí quedaría algo dispersada. La escucho hablar de mis primos, tíos y tías, sobre nuevos empleos, nuevas incorporaciones a la familia, quién está enfermo. Casi necesitaría tomar apuntes para poder seguirle el hilo.

Me gusta verlos, pero también me gusta ver cómo se marchan. Cuando ya se han ido, cojo el coche y me dirijo a un centro comercial cercano. Una vez me dijeron que Christchurch era el sitio con más metros cuadrados de centros comerciales por cápita de todo el hemisferio sur. El coche de alquiler es silencioso, si te descuidas te pones a conducir demasiado rápido y ni te enteras. El aire acondicionado funciona a las mil maravillas y los asientos son lo suficientemente cómodos como para dormir en ellos. Hay un enorme castillo hinchable en el aparcamiento, con docenas de ni?os riendo y saltando dentro, un par de payasos haciendo animales con globos y unas cuantas barbacoas que no paran de asar perritos calientes a pesar de que nadie parece dispuesto a comérselos, todo ello cubierto por gigantescos toldos instalados para que hagan algo de sombra. Los padres esperan por los alrededores, charlando y vigilando a sus hijos, de vez en cuando gritan ?cálmate, Billy? o ?no te sientes encima de ella, Judy?.