El coleccionista

—?Lo sabe? Porque si así fuera estaría preguntándome qué puede hacer para ayudarme. Sé cómo es usted —dice—. Es ese tipo de personas que hacen lo que deben. Pues busque a Emma, eso es lo que debe hacer ahora. Por eso me ayudará.

Lo miro, pero únicamente veo a su hija, desplomada sobre el volante, con un hilo de sangre en la sien que le baja por la mejilla, los cristales rotos alrededor del vehículo, mi coche destrozado, la parte delantera retorcida alrededor de una farola, una valla publicitaria en la que Jesús convierte el vino en agua embotellada me está mirando y la ropa y la piel me apestan a alcohol. Me zumban los oídos y noto el sabor a sangre en la lengua. Hace tanto frío que incluso hay niebla y, Dios, cuánto deseo que todo eso no sea más que un sue?o. Me había convertido en el tipo que había atropellado a mi esposa y a mi hija. Eso fue lo peor. Recogí la botella medio vacía del suelo del coche y la tiré muy lejos, desde entonces no he vuelto a probar el alcohol. Los ojos de Donovan Green me están suplicando, sabe que su hija está muerta y aun así se aferra a la esperanza de que no lo esté.

—Voy a tener gastos —le digo. Odio tener que pedirlo, pero no tengo nada de dinero—. Ni siquiera tengo coche. Ni móvil.

—Tendrá lo que necesite.

—Y no puedo prometerle nada.

—Sí que puede. Puede prometerme que hará lo que haga falta para encontrar al tipo que la retiene, y cuando lo encuentre… cuando lo encuentre vendrá a decírmelo antes de acudir a la policía. Trabaja para mí, no para ellos. Vendrá a verme a mí, no a ellos.

Asiento lentamente, veo imágenes de Donovan Green caminando por el bosque con el asesino de su hija y yo también voy con ellos, para ayudarlo a obtener la venganza que necesita. Esta vez imagino que tendrá los huevos de llegar hasta el final.

—No sabemos si realmente la retiene alguien —le digo—. No podemos estar seguros de ello.

—Alguien la retiene. Lo sé. Simplemente lo sé.

—Cuénteme cosas sobre ella —le digo, y mientras lo hace me doy cuenta de que nunca tuve la posibilidad real de apartarme de este mundo.





8


Adrian deja la bandeja sobre la mesita de café y se acerca a la puerta. Cooper ha estado observándole mientras bajaba las escaleras y sabe que no le gustará oír lo que tiene que decirle. Lleva toda la ma?ana muy nervioso, hace solo diez minutos estaba vomitando en el lavabo. Tiene ardor de estómago y la garganta irritada; le gustaría encontrar la manera de que las cosas fueran más fáciles, pero esa manera simplemente no existe. Ahora tiene que saber venderse, conseguir que entienda sus motivos. Si lo consigue, Cooper aceptará quedarse. Tiene que hacerlo. Cooper se ha pasado los últimos diez minutos golpeando la puerta de la celda igual que solía hacerlo Adrian cuando era ni?o, aunque durante los últimos a?os Adrian dejó de dar golpes porque sabía que no conseguía nada bueno con ello. Desde que empezó a planear su colección, sabe perfectamente que puede esperar dos reacciones de Cooper: o bien estará enfadado, o bien desesperado. Por los golpes, Adrian deduce cómo ha reaccionado.

El rostro de Cooper está a unos centímetros del cristal. Adrian se aparta un poco para dejar que la luz de la linterna lo ilumine. No tiene muy buen aspecto, pero parece calmado y Adrian se alegra de que así sea.

—?Dónde estoy? —pregunta Cooper.

—Mmm… —empieza a decir, pero de repente Adrian siente tal peso en la lengua que no consigue moverla, todas las palabras que hay dentro de su cabeza han desaparecido como cuando pasas un borrador por una pizarra, y no es capaz de recordar nada. Sabía que este sería un momento importante. Incluso había ensayado un discurso para impresionarlo. Empezaba diciendo ?Bienvenido a mi colección?, eso es lo que tenía previsto decirle, pero ahora se lamenta de no haberlo escrito. ?Qué fallo tan rudimentario?, piensa. Su sonrisa se hace más amplia cuando imagina que Cooper estaría orgulloso de él por utilizar esa palabra tan larga, pero a la vez se siente decepcionado con el fallo—. Mmm… —repite. Empieza a soltársele la lengua, pero cuanto más rápido intenta pensar, más se le enturbian las ideas.

—?Quién demonios eres? —pregunta Cooper.

—La… la primera regla de un asesino en serie —gracias a Dios, las palabras empiezan a salir, pero está tan nervioso que tiene ganas de vomitar otra vez— es… es… que debe despersonalizar a sus víctimas —dice, con la mirada fija en el suelo.

—?Eso es lo que soy? ?Una de tus víctimas? —pregunta Cooper.

—?Eh?

—Por eso me has encerrado en esta jaula, ?no?

Adrian está confundido.

—?Jaula? No, esto es un sótano —dice, mientras mira a su alrededor. ?Es que no se ha dado cuenta?—. Se sabe porque está hecho de hormigón y no hay rejas.

—Era una metáfora.

Adrian frunce el ce?o.

—?Una qué?

—Déjame salir.

—No.

—?Qué quieres? ?Fuiste tú quien me envió el pulgar?

—?Qué?

—El pulgar. ?Eres tú quien me lo vendió?

—No… no entiendo nada. ?Qué pulgar? ?El del tarro? ?El que le cortaste a una de tus víctimas?