El coleccionista

—?Cómo te llamas? —pregunta ella.

—Adrian. —No tenía previsto contarle cómo se llama y no puede creer lo rápido que se lo ha dicho.

—Me gusta tu nombre, Adrian.

—?Sí?

—Claro —dice ella con una sonrisa. Y menuda sonrisa. Adrian nota que el corazón le late más fuerte—. Me recuerda a las novelas románticas clásicas.

—?Ah, sí?

—Te lo aseguro —dice ella—. Adrian…

—?Sí?

—Oh, nada. Simplemente pronunciaba tu nombre. Me gusta.

A Adrian le encanta que le guste. Le hace sentirse… querido.

—Yo me llamo Emma —le dice—. Emma Green. Estoy muy contenta de que me lleves a casa, Adrian, porque mi familia estará preocupada por mí. Especialmente mi madre. Imagino que debe de estar llorando mucho. Y mi padre también. Y mi hermano. Mi madre tiene cáncer —le explica—. Se está muriendo.

—?De verdad tiene cáncer? —pregunta Adrian.

—Sí, claro. No sería capaz de inventarme algo así.

—?Te gusta leer libros sobre asesinos en serie? —pregunta él e inmediatamente a?ade—: ?O libros sobre psicología?

—?Qué? No, no, nunca he leído ninguno. ?Por qué?

—Por nada —le dice. Sospecha que está intentando sintonizar con él. Utiliza mucho su nombre y la historia sobre el cáncer de la madre se supone que tiene que despertar su compasión… Eso es lo que Adrian ha leído en los libros sobre asesinos en serie, pero si ella no lee esa clase de libros, entonces no tiene por qué saber ese tipo de cosas. No está intentando enga?arlo, simplemente es buena persona. Ha pasado tanto tiempo con malas personas que continuamente está buscando cosas malas en la gente buena.

—?Tienes algún antiséptico, Adrian? —pregunta ella.

—?Eh?

—Antiséptico.

—Ah, sí, seguro.

—?Puedes darme un poco?

Adrian rodea la cama y la desata. Ella se incorpora hasta quedar sentada, con cuidado, para que no se le caiga la sábana. Se frota las mu?ecas mientras le desata los pies. Tiene las mu?ecas enrojecidas y la piel desgarrada, debe de ser duro permanecer atado casi una semana como lo ha estado ella. Está enfadado con Cooper por lo que le ha hecho a esa chica, podría haberse limitado a encerrarla en una habitación. Cuando se ve libre de los pies, la chica se inclina hacia delante lentamente y se frota los tobillos.

—?Me puedes dar el antiséptico? —pregunta ella.

Adrian se lo da. Ella lo destapa y empieza a untarse la crema en las mu?ecas y los tobillos. Mientras tanto, él la mira, observa cómo va de una extremidad a otra y le gustaría ofrecerle su ayuda, pero no lo hace. Le gusta la idea de aplicarle crema y ayudarla, pero no cree que a ella le gustase tanto la idea.

—Duele de verdad —dice ella.

—Lo siento. La próxima vez… —Se da cuenta de su error y se calla de repente. Baja la vista, incapaz de mirarla a los ojos, mientras espera a ver cuánto tarda en percatarse, mientras espera a ver qué tarda en decir: ?La próxima vez, ?qué? Has dicho que me soltarías?. No sabe cómo acabar la frase y afortunadamente no tiene que hacerlo porque es ella quien lo saca del aprieto.

—Echémosle una ojeada entonces, ?de acuerdo? —dice ella sin hacer caso del comentario. Adrian se alegra de ello—. ?Qué ha ocurrido?

—Alguien me ha disparado.

—?Oh, pobre! —exclama ella. La voz de la chica lo tranquiliza, parece como si la pierna ya no le doliera tanto. La imagen siguiente es inmediata: Adrian se ve a sí mismo sentado con esta mujer al lado, en el porche, contemplando un amanecer con ella y no con Cooper. Siente un calor agradable en el pecho y nota que tiene la cabeza algo enturbiada, pero no está seguro de lo que está pasando. Las mu?ecas le brillan a causa de la crema. Adrian no puede dejar de mirarlas.

—No duele tanto como parece —dice Adrian, aunque es mentira. No quiere que ella sepa que el dolor lo está atormentado—. ?Sabes? He sufrido heridas peores —a?ade. Inmediatamente desea no haberlo dicho.

Ella se ajusta la sábana bajo las axilas y se la sujeta con los brazos por fuera.

—?Está todo dentro de la bolsa de plástico?

—Sí.

—Para empezar deberíamos lavar la herida —dice ella—.?Te parece bien? ?Quieres que lo haga por ti?

—De acuerdo.

—Tienes las piernas bonitas, por cierto —comenta ella.

—Ah… ?de verdad?

—Claro, Adrian, ?no te lo habían dicho nunca?

—Mmm… no. Jamás.

—?Jamás? Me cuesta creerlo —dice ella y sonríe de forma que a él se le contagia—. ?Tienes algodón?

—En la bolsa.

—Empecemos, pues.