El coleccionista

Se lleva las manos a la cara y se golpea con la pistola en la sien lo suficientemente fuerte como para producirle un dolor de cabeza inmediato, pero aun así no la suelta. Cierra los ojos con todas sus fuerzas y el izquierdo envuelve el imperdible pero no acaba de cerrarse del todo, deja entrar la luz y le permite ver el resto de la aguja antes de desaparecer de su borrosa perspectiva. De repente empiezan a brotar las lágrimas. Siente dolor en el ojo y en el pie al mismo tiempo y ambos son mucho peores de lo que jamás llegó a sufrir en la Sala de los Gritos. El dolor tiene un cierto peso, un peso dentro de su cabeza que le obliga a bajar la mirada hacia el suelo, un dolor intenso y agudo que empieza en el ojo y pasa por el cerebro antes de extenderse hacia los hombros, mientras que el del pie es más tosco y le sube hasta la barriga. Se toca el imperdible con la mano libre, intenta tirar de él, el dolor se extiende aún más e inmediatamente vomita, sin previo aviso; la bilis del estómago sale derramada por su barbilla y le cae sobre la camiseta. De repente nota una punzada de dolor en la entrepierna que se extiende por todo su cuerpo y no sabe qué está ocurriendo.

La chica le está gritando, pero Adrian no es capaz de captar las palabras. Todo son insultos, no consigue comprenderlos, pero reconoce el tono, el dolor vuelve a estallar en su entrepierna y se da cuenta de que le está pegando patadas. Levanta el brazo, pulsa el gatillo y el arma se dispara, pero no ve si le ha dado a la mujer o a la pared, por lo que vuelve a disparar de nuevo y luego una vez más; el ruido es ensordecedor, le duelen los oídos. Adrian se tambalea hacia un lado, dejando atrás uno de los dedos mientras otro le queda colgando y no puede apoyar el peso en el pie, cae y se golpea contra el suelo. Su pie descalzo ya está ba?ado en sangre, su cuerpo golpea la cómoda y la Taser cae sobre su regazo. Con los dedos agarra el imperdible, respira hondo y tira de él. Nota cómo el globo ocular se desplaza hacia delante, el dolor es demasiado intenso y tiene que soltarlo, es como si el imperdible fuera mucho más largo ahora que lo tiene clavado dentro, tan largo que le llega directamente al centro del cerebro. Abre el ojo bueno y tiene que mantenerlo abierto con los dedos para evitar que se le cierre de nuevo. Algo sale disparado del imperdible y le gotea sobre la mejilla. Mira a su alrededor en la habitación y ve que está solo. Vuelve a agarrar el imperdible, deja la pistola, con los dedos de la otra mano se sujeta el ojo para evitar que le salga y tira con todas sus fuerzas.





53


Suena la alarma y me despierto más cansado que antes de ir a dormir. Me recuerda a cómo me sentía el a?o pasado cuando me despertaba todas las ma?anas con resaca. Pasé unos meses interminables intentando ahogar en alcohol los recuerdos de todo cuanto había hecho mal, hasta que el accidente con Emma Green me hizo sentar la cabeza al respecto. Con un par de tazas de café tengo bastante para ponerme a tono. Me doy una ducha fría y me tomo otra taza antes de arreglar las cuentas con el empleado del hotel, un tipo distinto del que me ha atendido hace dos horas.

En la calle me encuentro con el tráfico típico de primera hora de la ma?ana en fin de semana. La mayoría de la gente va con la ventana bajada y el brazo colgando por fuera, algunos con cigarrillos humeantes entre los dedos. No hay nada que indique de buena ma?ana que hoy vaya a refrescar respecto a ayer. Pienso en Botones y en lo que me dijo sobre los rumores dentro de una clínica psiquiátrica y me pregunto hasta qué punto lo que me contó anoche era cierto. Espero que Jesse Cartman esté mejor esta ma?ana, que hoy se haya tomado la medicación y que no lo encontrarán con las manos dentro de otra persona buscando la carne más tierna. Se ha formado un embotellamiento más adelante, un par de los coches tuneados de anoche han chocado y bloquean un carril, por lo que nos encontramos en un cuello de botella hasta llegar a un cruce mientras el sol nos abrasa a todos.

Consigo salir de la ciudad y dejo atrás el aeropuerto por una carretera con vistas a las pistas de aterrizaje mientras un avión vuela lo suficientemente bajo como para hacer temblar el coche. En la cuneta hay varias docenas de vehículos aparcados. Mientras esperan, los conductores leen el periódico y ven cómo los aviones vienen y van. Dejo atrás también más prados y más granjeros y vuelvo a pensar que debería comprarme una casa aquí para no tener que desplazarme desde tan lejos.

La idea de regresar a la cárcel no me vuelve precisamente loco. Tengo que pasar frente a la caseta del guardia y mostrar algún documento de identificación antes de poder entrar en el aparcamiento, donde hay unos cuantos coches más de gente que también ha venido de visita. Todo tiene exactamente el mismo aspecto que tenía hace unos días, cuando salí de aquí. El mismo tejado brillante. El mismo polvo flotando en el aire procedente del patio de ejercicios. Las mismas máquinas, los mismos andamios y los mismos obreros trabajando para ampliar los muros de la cárcel y crear así más espacio para las nuevas incorporaciones que llegan a diario en autobús, aunque tampoco tienen que trabajar muy rápido porque no hacen más que soltar presos. La entrada no revela lo que luego encuentras dentro. Un bonito jardín que rodea el aparcamiento y que ya empieza a adoptar una coloración parda debido al sol, unas puertas de cristal dobles automáticas, todo en un estilo moderno, con muebles que a lo sumo tienen un a?o. Tras el mostrador de recepción hay cuatro personas cuyo aspecto te hace pensar que deberían estar al otro lado de las rejas, especialmente la mujer con la que hablo. Tiene una abundante mata de pelo negro y algo de vello a la altura de su labio superior. Me mira como si intentara descubrir en cuántos trozos podría partirme e imagino que serían muchos. Debe de pesar al menos dos veces más que yo y la mayoría del peso lo concentra en los hombros y el pecho.

—Me gustaría ver a un prisionero —le digo.

—?Ha concertado una cita?

—No.

—?Ya está? ?Solo dice ?no??

—Sí.