El coleccionista

—Así es como serán. Se lo prometo.

Toma otro sorbo y me mira fijamente durante unos cuantos segundos, ?tomándome las medidas?, como seguramente diría él.

—Me parece bien —dice. Se termina la cerveza y abre otra—. ?Quieres una? —Niego con la cabeza—. Empezó de forma bastante inocente, ?sabes? Hace unos quince a?os. Uno más, uno menos. Vino un chaval joven. Un mierdecilla muy chulo. Veintipocos a?os. Igual tenía veinticinco, pero no más. Todos sabíamos que no estaba loco, simplemente era un miserable. Y una cosa es estar loco y otra y muy distinta es ser un miserable, aunque los tribunales no se dieran cuenta de ello. Solía fanfarronear sobre cómo había conseguido enga?arlos. No paraba de recordarnos lo listo que llegaba a ser y cómo acabarían por soltarlo al cabo de un par de meses. Los tribunales lo encerraron con nosotros por haber matado a una ni?a. La había matado simplemente porque le apeteció, según nos dijo. Una ni?a preciosa de no más de diez a?os. Estaba con nosotros el día que acudió a verlo el padre de la ni?a. Aún recuerdo cuando lo vi en el aparcamiento. Parecía nervioso, como si hubiera tenido que aunar todo su coraje para hacer una sola pregunta. ?Alguna vez has visto a alguien así? Lleva el dolor de lo que quiere preguntar escrito en la cara. Nada más verlo supe qué era lo que quería. Entonces él eligió a alguien. Vio a alguien vestido con un uniforme blanco, se le acercó y esa persona vio en él lo mismo que había visto yo. Jamás llegué a saber qué fue lo que le dijo, al menos no exactamente, pero supe lo que quería. Teníamos tele, ahí dentro. Algunos de nosotros sabíamos lo que pasaba en el mundo y yo sabía quién era él. El camillero con el que habló era uno de los Gemelos. Por aquel entonces la Sala de los Gritos no era más que un castigo. Pasaban cosas malas, pero no terribles. El padre les ofreció dinero. Les dijo que quería estar un rato a solas con el tipo que había matado a su hija. Y entonces los Gemelos le vendieron el tiempo que pedía. El tipo volvió esa misma noche, cuando la mayor parte de la plantilla y de las enfermeras se habían marchado ya. Vi cómo paraba el coche en el aparcamiento a través de mi ventana y una hora más tarde vi cómo se marchaba. Al chico no volvimos a verlo.

—?Eso sucedía muy a menudo?

Toma un largo trago de cerveza y se limpia la boca con el dorso de la mano.

—Solo esa vez. Surgieron rumores. ?Crees que esos rumores son malos? Hijo, los rumores no son nada comparado con lo que llega a pasar en un hospital psiquiátrico. Si haces caso de lo que dicen los pacientes, acabas creyendo que no solo Elvis sigue vivo, sino que Jesús también. Pero comenzaron ahí. Después de esa ocasión, los Gemelos cambiaron. Se les fue la cabeza, o algo. La Sala de los Gritos pasó a ser algo más que una habitación de castigo, pasó a ser una habitación para el dolor. Nos metían allí dentro y… qué demonios, la mayoría de nosotros merecíamos cada segundo que pasamos allí abajo. Era como si hubieran soltado a dos demonios, dos demonios malignos que disfrutaban apaleando y humillando a la gente sin piedad. Respecto al chico que mataron, lo acepto. Ojo por ojo y todo eso. Fue algo bíblico. Pero lo que empezaron a hacer después… Merecen pudrirse en el infierno por lo que hicieron.

—Ya están allí —le digo—. Ya los mataron.

Arquea las cejas.

—?Ah, sí? Bueno, pues no puedo decir que sea precisamente una lástima. ?Quién los mató?

—Adrian Loaner.

—No. ?Adrian? Bueno, qué cosas. Nunca habría dicho que ese chico lo llevara dentro.

—Parece orgulloso de él.

—?Orgulloso? No sé si esa es la palabra correcta. Lo que sé es que si alguien merecía desquitarse y hacerles da?o a esos tíos, ese era Adrian.

—?Quiénes eran los Gemelos?

—?Qué quieres decir, hijo?

—Quiero decir que ?quién son ellos? ?Conoce sus verdaderos nombres?

—Claro que sí. Murray y Ellis Hunter.

—?Hunter?

—Eso he dicho.

Ese apellido me suena. Hace unos meses, cuando estaba en prisión, apu?alaron a un tipo llamado Jack Hunter. Schroder vino a verme a la cárcel y me pidió que lo investigara, para ver si descubría quién lo había hecho.

—?Sabe dónde viven?

—?Por qué tendría que saber algo así?

—Porque creo que es allí donde se esconde Adrian.

Se encoge de hombros.

—Esa es una teoría un poco optimista —dice—, aunque tampoco es imposible.