El coleccionista

No puede ir al hospital.

No quiere echarse en la misma cama que uno de los Gemelos porque la infección aún se infectaría más.

Sale fuera sosteniendo una gasa médica sobre la herida con una mano y con el manuscrito de Cooper en la otra. Se sienta en el porche. Hay una mecedora de madera en la que caben dos personas, se sienta en ella y se mece suavemente, adelante y atrás, eso lo relaja. Todavía está demasiado oscuro para leer y no le apetece levantarse para encender la luz del porche. Los campos que tiene alrededor son de un color azul pálido debido al reflejo de la luna. Dentro de cuatro o cinco horas el cielo empezará a aclararse. Nunca ha visto cómo ocurre y de repente siente la necesidad desesperada de contemplar por primera vez un amanecer, le gusta pensar que algún día puedan sentarse aquí fuera en el porche con Cooper para disfrutarlo juntos.





51


Me encuentro con la misma comitiva de coches tuneados de antes. Conducen igual de lentos, exhibiendo sus luces de neón y tocando el claxon. Me veo obligado a seguirlos hasta un cruce por el que no puedo pasar porque lo han bloqueado. Al ver que no puedo pasar, enciendo las sirenas y acabo de empeorar las cosas, porque lo único que consigo es que me impidan el paso a propósito. Tardo quince minutos en dejarlos atrás. La emisora de la policía va escupiendo más noticias, principalmente acerca de la concentración de coches tuneados, que ya asciende a más de dos mil vehículos circulando. Hay seis personas arrestadas, seis coches incautados y un peatón atropellado ha acabado en el hospital con heridas leves. Hay más coches tuneados que policías, más coches tuneados que bandas en todo el país, son una epidemia para la que no hay solución.

Aparco fuera del centro de reinserción lamentando no ir armado. No veo a ningún pandillero paseando al perro por la calle, por lo que me la juego y salgo del coche. A pesar de la hora, la temperatura es al menos de veintidós grados y llevo las axilas de la camisa empapadas de sudor.

Botones está sentado en el porche delantero con una cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra. Es casi la una y media. Sigue llevando el mismo sombrero fedora y la misma camisa, parece igual de desubicado que cuando me ha abierto la puerta hace unas horas.

—Es muy tarde para estar despierto, ?no? —pregunto.

—No duermo mucho. Nunca he dormido demasiado. Sabía que volverías —dice—. Ritchie está en el piso de arriba, en su cuarto, seguramente ya debe de estar casi dormido. Pero no podrá contarte gran cosa, ya sabes.

—No he venido a hablar con él —digo.

—?Ah, no? ?Has venido a buscar al Predicador? Debe de estar dentro, en alguna parte.

Niego con la cabeza.

—He venido a hablar con usted. Jesse Cartman me ha dicho que podría contarme cosas sobre los Gemelos.

—?Eso te ha dicho Jesse Cartman? —pregunta antes de tomar un buen trago—. ?Y qué más ha dicho?

—Le ha llamado ?Botones? —digo mientras observo el interior de su brazo, donde tiene todas las quemaduras de cigarrillo alineadas, una detrás de la otra, todas del tama?o y la forma aproximada de un botón—. ?Cómo se llama? —pregunto—. ?Cuál es su verdadero nombre?

—Henry —dice—. Henry Taub —a?ade sin ofrecerme la mano.

—?Estuvo en Grover Hills?

—Durante casi treinta a?os, hijo —dice.

—El Predicador no mencionó ese dato —le digo.

—Seguro que no —dice Henry—. Es un buen tipo.

—O sea que sabe todo lo que pasaba allí, ?no?

—Casi todo —responde con una leve sonrisa—. ?Quieres saber cosas sobre los Gemelos? ?Es eso?

—?Cómo lo sabe?

—Siempre supe que alguien querría saber cosas sobre ellos. ?Qué te ha contado Cartman, hijo?

—Que dejaban morir a la gente en la Sala de los Gritos.

—?Y te lo has creído?

—No, pero han aparecido unos cuantos cadáveres.

—Mmm, ?de verdad? ?Y tú qué crees?

—Creo que algo debían de hacer allí abajo.

—Haces bien en creerlo, pero también serías un estúpido si te creyeras todo lo que dice Jesse Cartman. Ese chico no está bien de la cabeza —dice mientras se da unos toquecitos en el lateral del sombrero—. Ninguno de ellos lo está.

—?Y usted?

—Todos nos creemos lo que decimos, hijo, pero hay una gran diferencia: lo que yo creo es lo que realmente ocurrió.

—Dispare, pues.

Toma un largo trago de cerveza.

—Supongo que podría contártelo —dice—, pero por lo que sé has estado pagando a todo el mundo para saber cuál es su versión de las cosas. ?Por qué tendría que ser distinto en mi caso?

—Porque usted parece un hombre con orgullo —le digo— y no alguien capaz de callarse cosas cuando esas cosas podrían salvar la vida de una chica de diecisiete a?os.

—Eso es cierto —me dice—, pero un hombre necesita saber de dónde saldrá su próxima copa.

—Lo arreglaremos cuando todo esto haya acabado —le replico.

—?Crees realmente lo que dices o me estás diciendo cómo serán las cosas? —pregunta.