El coleccionista

El equipo central llega a la puerta. Uno de ellos se hace a un lado, medio agazapado, y apunta con su arma hacia delante mientras el otro usa un ariete para abrir la puerta más rápido que si tuviera la llave y el ruido resuena por los campos. Se encienden las linternas y el equipo desaparece. Se oye el sonido de sus pasos mientras se adentran en el edificio rápidamente. Yo quiero unirme a ellos, pero Schroder me retiene poniéndome una mano en el hombro.

—Dales tiempo —me dice.

Les damos cinco minutos. La luna se refleja en algunas de las ventanas, pero su luz queda absorbida por otras. Por el auricular van informando a Schroder en todo momento. Ninguna de las formas que se distinguen en el campo se mueve. Las linternas aparecen por todas las ventanas. Oímos cómo los agentes se mueven por el interior, cómo abren alguna que otra puerta a golpes de hombro y los crujidos de las tablas del suelo. Luego la escena queda despejada y entramos en el edificio.

El inmueble parece mucho mayor de cerca y aún más desde dentro. Entramos por la puerta principal. El marco ha quedado astillado con la contundente entrada del equipo. El aire es seco y polvoriento. Empezamos por la planta baja y subimos al piso de arriba. Echamos un vistazo exhaustivo y vemos celdas acolchadas vacías pero ningún sótano con gruesas puertas de hierro y salas de gritos. Hay muebles abandonados, unas cuantas ventanas rotas aunque sin rastros de vandalismo, como en Grover Hills. Las estancias son peque?as y para dos personas; no consigo imaginar que la gente pudiera vivir aquí con muchas esperanzas y pienso en mi esposa, en la residencia en la que vive, en la habitación que tiene para ella sola a pesar de no ser consciente de ello, y no puedo evitar pensar que a las personas que llegaban aquí podrían haberles ido mejor las cosas si hubieran tenido habitaciones y cuidados como los que tiene ella. ?Debía de ser muy duro para los médicos y enfermeras cuidar de gente que realmente había cometido atrocidades? Estoy seguro de que muchos llegaron aquí con esperanzas y buenas intenciones y acabaron tan quemados que trataban a los pacientes como si fueran escoria.

Ni rastro de una Sala de los Gritos. Ni rastro de sótanos con puertas de hierro. Ni rastro de Emma Green, ni de Cooper Riley, ni de Adrian Loaner. Y ni la más mínima pista de que hayan pasado por aquí.

—Mierda —digo para exteriorizar la rabia que siento—. Nos equivocamos en la elección. Debe de estar en Sunnyview —digo, pero nadie me escucha. El equipo armado está repasando de nuevo las habitaciones mientras un hombre cubre la sala en la que me encuentro con Schroder mientras este habla por teléfono, por lo que estoy hablando solo.

Schroder niega con la cabeza lentamente. Me hago una idea de lo que está a punto de decirme y sé que no me gustará. Vuelve a guardarse el teléfono en el bolsillo.

—No me lo digas —me adelanto.

—Era una buena idea, Tate, y nadie ha puesto objeciones, pero era el equipo que está en Sunnyview y está vacío.

—No puede ser —digo a la vez que aporreo la pared acolchada de una de las celdas—. No es posible. Tienen que estar en uno de los dos sitios, aquí o allí. Por fuerza.

—Hay indicios que apuntan a que alguien ha estado allí —dice Schroder—. Al parecer la cadena y el candado de la puerta eran nuevos pero habían sido forzados recientemente. Hay tierra en la entrada y botellas de agua vacías en una de las habitaciones acolchadas. Los forenses han acudido para echar un vistazo. Es posible que la tuviera allí, tan posible como que alguien sin techo estuviera utilizando el lugar para cobijarse.

—Emma todavía está en alguna parte.

—Lo sé. Pero ahí no.

—Entonces, ?dónde? —pregunto antes de golpear de nuevo la pared acolchada, aunque esta vez no tan fuerte.

—No lo sé. Pero tiene que estar en algún lugar lo suficientemente grande como para alojar a cuatro personas.

—?Cuatro?

—He recibido otra llamada mientras hablaba por teléfono con el otro equipo. Adrian ha sumado otra persona a su colección.

No puedo creer lo que estoy oyendo.

—Dios —digo—. ?Es una broma? ?A quién?

—A la madre de Cooper Riley.





46