Nos dividimos en dos equipos. Esta vez Schroder me deja acompa?arlo. Nos dirigimos a Eastlake House llenos de entusiasmo y determinación mientras el otro equipo se dirige a Sunnyview Shelter. Sabemos que Adrian Loaner tiene una pistola, por lo que nos acompa?an unidades especializadas en delincuentes armados. El trayecto nos lleva fuera de la ciudad, más allá de la cárcel y los campos cosechados y llenos de ganado a pesar de que no se ven en la oscuridad. En la autopista hay pocas farolas, tan solo destacan las líneas blancas aunque desgastadas del centro de la calzada, las que evitan que el tráfico que avanza en un sentido choque frontalmente con el que va en sentido opuesto. Las luces rojas y azules brillan encima de los coches, es una sucesión de vehículos unida por la misma prisa y las luces advierten a cualquiera que vaya por delante de nosotros de que debe apartarse de nuestro camino.
Schroder va armado, como todos los demás excepto yo. Nunca lo había visto conducir tan rápido y el dolor de cabeza y las náuseas que aún siento no lo agradecen precisamente. Llegamos a un tramo por asfaltar pero Schroder apenas aminora, hasta que las carreteras se convierten en un laberinto. Todos esos caminos de tierra parecen iguales y el GPS del salpicadero del coche de Schroder no parece tener mucho más claro que nosotros dónde se halla Eastlake. Al final, todos los coches patrulla aminoran y la mayoría de nosotros salimos de los vehículos y esperamos en la cuneta mientras las luces de las sirenas nos colorean la piel, primero de rojo, luego de azul, y acabamos por fundirnos en un tono purpúreo. La prisa y la frustración son evidentes, se nota en la manera en la que todo el mundo empieza a echar pestes sobre lo difícil que resulta encontrar cualquier sitio por la zona. Podríamos haber llamado a los medios de comunicación y limitarnos a seguirlos. El aire es cálido y bochornoso, aunque más fresco que en la ciudad. Toda una comunidad de mariposas de la luz, tal vez mil o más, revolotean frente a los faros de los coches y, de vez en cuando, alguna se desvía y nos da en la cara. Sacamos varios mapas, intercambiamos impresiones y finalmente nos decidimos a tomar una dirección. Schroder vuelve a tomar la iniciativa y seguimos sentados en silencio mientras él conduce, hasta que unos minutos más tarde se detiene a unos cien metros de un camino de entrada bordeado por robles. Apaga las luces, el resto de vehículos las apagan también y nos siguen en fila india. La noche se ha vuelto más oscura. A esta distancia de la ciudad no hay contaminación lumínica y las estrellas brillan con una claridad espectacular. Una luz pálida se proyecta sobre los campos, procedente de una luna que dentro de pocos días será llena y que permite distinguir ciertas formas en esos campos: postes de cercas, árboles y objetos negros del tama?o de un coche que podrían ser cualquier cosa.
—Espera aquí —dice Schroder.
—?Me tomas el pelo?
—Lo digo en serio. Si sales del coche te dispararé yo mismo.
—No me obligues a suplicarte. Maldita sea, Carl, si estás aquí es gracias a mí.
—Tal vez tengas razón. Deberías ponerte en la línea de fuego. El papeleo que acarrearía valdría la pena solo para librarme de ti.
Miro a través del parabrisas mientras la unidad especializada avanza lentamente. Son seis personas con protecciones oscuras como la noche que desaparecen de la vista diez metros por delante de mí. Schroder va hacia el maletero y se pone un chaleco antibalas. Cuando salgo del coche me da otro para mí. Paso los brazos por las aberturas y me lo abrocho bien. Ya fuera del coche, puedo sentir la tensión en el aire y sin duda me sumo a ese clima de gatillo fácil que se respira. Si hay algún espantapájaros en los campos, corre peligro de recibir un disparo. Emma Green se encuentra en alguna parte de ese edificio, tiene que estar allí. Y si no, estará en Sunnyview.
Sigo al equipo junto a Schroder, que lleva una pistola bien agarrada con las dos manos, pero con cada paso me quedo un poco rezagado debido a mi rodilla. Cuando llegan al camino de entrada ya me han sacado veinte metros y me siento frustrado. El pavimento es de tierra compactada y puedo notar el calor a través de las suelas de los zapatos. La unidad que va en cabeza se divide: dos hacia la izquierda, dos hacia la derecha y dos hacia delante. Schroder me espera y luego sigue a los dos que van hacia delante a mi ritmo, hasta que nos detenemos a unos veinticinco metros de la puerta. El edificio se alza ante nosotros iluminado por la luna, con su aspecto pálido y desvencijado, la fachada cubierta de una hiedra tan negra que parece una retahíla de agujeros practicados en las paredes. A juzgar por su aspecto, es el típico lugar al que preferirías entrar armado con crucifijos y agua bendita. No hay ningún coche frente a la casa. Uno de los equipos rodea el edificio y puedo oír una voz procedente del auricular que lleva Schroder en una oreja, pero no acierto a distinguir lo que dice. Lo presiona con un dedo para oírlo mejor y escucha con atención mientras ladea levemente la cabeza.
—No hay ningún coche detrás —me dice.
—Eso no significa que no estén allí —digo—. Podría significar simplemente que Adrian ha salido y aún no ha vuelto.
—Bueno, si está en camino lo atraparemos. Tenemos a dos unidades ocultas unas manzanas más atrás. No es posible que alguien llegue hasta aquí sin que lo detengan antes en algún control.
El coleccionista
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