El coleccionista

—Esa ha estado bien —dice—. Tengo que recordarla. —Sostiene el cigarrillo delante de él y lo contempla con adoración—. La vida está llena de tentaciones —prosigue—. Esa es una de las ironías de Dios. Las cosas que nos tientan más son las que nos hacen más da?o. Excepto la religión.

—Necesito su ayuda —digo. Le muestro el retrato robot—. ?Reconoce a este hombre?

Apenas se detiene a mirarlo y niega con la cabeza.

—?Está seguro? —insisto—. Una fuente fiable me ha dicho que este tipo vivía aquí. Fíjese un poco más.

Lo mira unos instantes más.

—Sí, quizá. ?No salía en El se?or de los anillos? Creo que era un hobbit.

Vuelvo a guardarme el dibujo en el bolsillo, aunque también podría arrugarlo y tirarlo sin más.

—Necesito hablar con alguien que haya llegado aquí procedente de Grover Hills.

—?Por qué? ?Alguien comete una locura y usted quiere culpar a una persona que padece una enfermedad mental?

—Algo parecido. Alguien le ha prendido fuego a una de las enfermeras que trabajaba allí.

Le da una larga calada a su cigarrillo, no para de aspirar hasta que sus pulmones quedan completamente llenos.

—Lo he oído en las noticias. ?Cree que ha sido un paciente? —dice sin soltar el humo.

—Hay más cosas.

—?Como qué?

—No puedo contárselo.

—No puede contármelo. Bueno, pues yo no puedo decirle nada, tampoco. Los que están aquí me miran y confían en mí. No puedo romper eso.

Me saco mil dólares del bolsillo.

—Pero puede recibir donaciones, ?no? —pregunto—. Tiene la oportunidad de conseguir un buen karma. Acaba de decir que no hay suficiente bondad en este mundo. Hay que empezar por algo, pues. Usted es bueno conmigo y me da algo de información y yo soy bueno con usted. Con esto —le digo, agitando el dinero— puede comprar comida, cigarrillos y unas ollas y sartenes nuevas.

Contempla el dinero del mismo modo que ha contemplado el cigarrillo, como si se tratara de otra adicción, aunque una de esas que nunca tiene ocasión de probar. Luego mira a su alrededor, como si alguien lo vigilara. No hay nadie. Da un paso adelante para coger el dinero pero yo lo retiro a tiempo.

—Nombres.

—No los recuerdo todos. Eran seis o siete.

—?Eran?

—Se han marchado todos.

—?Adónde?

—Este no es el típico lugar en el que se mantiene el contacto con los que han pasado por aquí —dice—. La mayoría de la gente que llega aquí acaba de salir de la cárcel. Consiguen trabajos volteando hamburguesas y desincrustando animales muertos del asfalto, apenas llegan al salario mínimo. La gente no viene aquí a hacer amigos.

—?Hay alguno de los pacientes de Grover Hills que destaque por encima de los demás?

—Aquí no hay nadie que destaque —dice. Alarga el brazo de nuevo para coger el dinero pero yo no cedo.

—Eso no vale precisamente mil dólares —replico—. Necesito más.

—Supongo que hay un tipo con el que podría hablar —dice—. Uno de los pacientes. Parecía llevarse bien con la mayoría de ellos.

—?Qué? ?Está aquí?

—Sí. Está aquí.

—Creí que había dicho que ya no quedaba ninguno.

—Acabo de recordarlo —dice, encogiéndose de hombros. El dinero mejora la memoria de la gente—. Se llama Ritchie Munroe.

—?Y está aquí ahora mismo?

Alarga el brazo y le doy el dinero. Imagino que si realmente lo quisiera podría quitárselo de nuevo en unos cinco segundos. Le da otra calada al cigarrillo.

—Arriba. La última puerta a la derecha.

Me dirijo al vestíbulo y subo por las escaleras. Los escalones crujen con cada paso que doy y el pasamano está gastado y se tambalea. La capa de polvo que cubre las ventanas del vestíbulo del primer piso es más gruesa que la de las de la planta baja. La vista que ofrecen del exterior no es agradable: los tejados oxidados de las casas vecinas, canaletas llenas de hojas y de lodo, jardines con el césped quemado y piezas de coche esparcidas por el suelo. Llamo a la puerta del fondo y un tipo me grita que espere un momento antes de abrirla medio minuto más tarde. Ritchie Munroe tiene la nariz demasiado grande y la boca demasiado peque?a, es como si alguien le hubiera puesto unas piezas de tama?o erróneo en la fábrica de bebés. Sus ojos parecen demasiado peque?os para las cuencas en las que están alojados, como si una llave ubicada en la cabeza pudiera hacerlos girar como símbolos de dólar en una máquina tragaperras. Lleva el pelo te?ido de negro, pero tan mal te?ido que también lleva tinte en la frente. Debe de rondar la cincuentena, tal vez llegue a los sesenta. Podría ser el tipo del retrato robot, pero también podría no serlo. Va en ropa interior, una camiseta y unos calzoncillos que ocultan un bulto importante. Tras él hay un peque?o televisor en el que hay puesta una película porno con el volumen silenciado. El aire caliente que sale de la habitación cuando abre la puerta parece ansioso por escapar.

—?Quién es usted? —pregunta, visiblemente nervioso.

—Soy el inspector Schroder —digo, porque imagino que a Carl no le importará. O mejor dicho, porque imagino que nunca lo sabrá—. Necesito hacerle unas preguntas acerca de Grover Hills.