El coleccionista

—?Eh! ?Eh, capullo! —grita uno de ellos.

Se trata de una de esas situaciones habituales en las que la gente se encuentra envuelta continuamente en esta ciudad justo antes de pasar a formar parte de una estadística. Este tipo de situaciones de mierda son las que me cabrean y me hacen venir ganas de sacar la pistola del bolsillo y hacer un poco de limpieza general en Christchurch.

—Eh, joputa, ?tienes algún problema con nosotros? —pregunta el otro.

—?Qué cojones te pasa? ?Estás sordo o qué? —dice el primero.

Pruebo a abrir la puerta y no está cerrada con llave, por lo que entro en el centro de reinserción y cierro la puerta detrás de mí. Una botella de cristal impacta contra el porche y los dos tipos de fuera siguen gritándome, pero unos segundos después sus gritos se convierten en risas y luego las risas se van apagando a medida que los dos tipos y el perro siguen su camino.

En el vestíbulo, el olor a sudor y a humo de cigarrillo es tan intenso que pienso que a la casa entera no le vendría mal una ducha. Hay un par de dormitorios a derecha e izquierda, pero todas las puertas están cerradas y no entra mucha luz en el vestíbulo. Hay unas escaleras que suben hacia la derecha y, delante, una gran cocina abierta. No hay cuadros en las paredes, ni fotos, ni plantas. Voy hacia la cocina. El tipo de las quemaduras de cigarrillo en los brazos está hablando con un hombre que viste pantalones acampanados con agujeros en las rodillas y una camisa negra abotonada hasta arriba con un gran collar acabado en punta. Debe de ser el día de las camisas abotonadas en la casa. Parece que haya tomado su prenda favorita de cada década y haya elegido el día de hoy para probar la mezcla. Los dos se vuelven para mirarme.

—?Usted es el Predicador? —pregunto.

—?Usted es el poli? —pregunta él como respuesta.

—Inspector —digo.

—?Y su placa?

—En el coche.

—?Es la misma que no les ha mostrado a los tipos del perro?

—Podría haberles mostrado una espada y tampoco les habría importado. He venido a hablar sobre uno de los hombres que tiene aquí.

El Predicador ronda los cincuenta, tal vez más cerca de los sesenta. Tiene nariz de boxeador, orejas de coliflor y un ritmo de parpadeos tres veces más lento que el de cualquier otra persona que haya conocido. Eso me pone un poco nervioso: es como hablar con alguien que intenta hipnotizarte. Tiene el pelo oscuro y abundante y no solo en la cabeza, una generosa capa de vello rizado le sube por los brazos y le sobresale por los agujeros que hay entre los botones de la camisa. Le hace un gesto con la cabeza al tipo de las quemaduras de cigarrillo y este se marcha y nos deja solos en la cocina. Todos los utensilios son disparejos, probablemente proceden de donaciones de la misión de la ciudad que han acumulado a lo largo de los a?os. Las únicas cosas a juego son un par de agujeros que hay en una de las paredes, quién sabe si los hizo alguien con la cabeza. Aparte de eso, nada más está aparejado: hay diferentes tipos de tazas, todas las sillas son distintas, lo mismo que las lámparas, y los tiradores de cajón son de lo más variado.

—Nos las arreglamos con lo que tenemos —comenta cuando ve que miro a mi alrededor. Sigue parpadeando lentamente—. Tenemos muy poco apoyo gubernamental, dependemos de la bondad de la gente y, como ya debe saber, no es que haya mucha bondad suelta por el mundo. Soy el Predicador —dice mientras me tiende la mano.

Yo la acepto, espero que el apretón de manos sea fuerte y lo es. No aparto la vista del vello de su mu?eca por si decide expandirse hacia mí.

—?Café?

—No, gracias.

—No es una mala decisión —dice—. Es malo para la salud y yo estoy enganchado, pero hay muchas adicciones malas para la salud, ?no?

—Ando buscando a alguien.

—Todo el mundo anda buscando a alguien, yo puedo decirle dónde encontrarlo.

—?Dónde?

—Aquí —dice mientras se da unos toques en el pecho—. Y en la Biblia.

—Mire…

—Bromeaba —confiesa mientras ríe levemente—. Bueno, no bromeaba acerca de la necesidad que tenemos todos de encontrar a Jesús, pero tampoco intentaba pegarle un sermón. Lo que intento es que todos los hombres que tengo aquí encuentren a Dios.

—?Y cómo le va?

—Ya se sabe que la vida está llena de retos —dice—, y en esto no es muy diferente. ?Le importa? —pregunta mientras saca un paquete de cigarrillos.

En realidad me importa, pero niego con la cabeza.

—Adelante.

—Estas malditas adicciones —reniega—. Por suerte son las dos únicas que tengo.

—?A Dios no lo cuenta como adicción?

Sonríe mientras enciende el cigarrillo, aspira una bocanada de humo y luego lo expulsa.