El coleccionista

Hago una pelota con los envoltorios y los tiro a una papelera.

Si lo que Jesse Cartman me ha dicho es cierto, los Gemelos le hicieron un favor a la ciudad ocupándose de parte de la basura, entendiendo por basura a los que fingían ser enfermos mentales. Pero a la vez no le hicieron ningún favor si apaleaban a los que estaban enfermos, si les hacían da?o a los que no podían defenderse por sí solos. No hay excusa para eso. Cuando haya encontrado a Emma Green, voy a buscar a esos gemelos.

No tardo ni diez minutos en coche en llegar al centro de reinserción. La simpática costumbre de demoler los edificios viejos para reemplazarlos por nuevos en esta parte de la ciudad no ha llegado a este conjunto de viviendas de aspecto miserable, con jardines descuidados y coches medio desguazados frente a las casas, tablones de madera combados, vallas retorcidas y cacas de perro por doquier. El centro de reinserción es una casa de dos plantas que no presenta un estado de abandono tan acusado como el de las fincas vecinas, con la única diferencia de que le falta un tercio de la valla mientras que las demás se quedan en la mitad. Aparco frente a la casa y agradezco que aún queden cinco horas de luz. Este no es un barrio en el que me gustaría encontrarme cuando caiga la noche. La casa está pintada de un color verde bastante desafortunado, el tejado de un rojo desafortunado y la puerta de un negro desafortunado. El conjunto quedaría bien en tonos anaranjados: los de las llamas dando buena cuenta de él. Separo el resto del dinero que me dio Donovan Green en dos fajos de mil dólares y me los guardo doblados en diferentes bolsillos. Cruzo la calle, llamo a la puerta y espero no haber contraído la sífilis al hacerlo.

Un tipo de unos sesenta a?os abre la puerta. Lleva una camisa blanca de manga corta abrochada hasta arriba con corbata, pantalones y sombrero fedora negros. Parece como si estuviera a punto de ir al hipódromo en 1960. Tiene quemaduras de cigarrillo en la parte interior de los brazos que parecen tan antiguas como su vestimenta. Sus ojos azules destacan en un rostro sumamente bronceado e intuyo que hace cuarenta a?os este tipo debió de tener mucho éxito con las mujeres.

—?Te has perdido, hijo? —pregunta en un tono de voz bajo y grave.

—No. Soy…

—?Policía?

—Sí.

—?Alguien ha hecho algo?

—Sí.

—?Exactamente, qué?

—Necesito hablar con el responsable.

—Yo soy el responsable.

—?De verdad?

—Todos somos responsables, hijo. Todos debemos tomar las riendas de nuestra propia vida y aceptar nuestras responsabilidades.

—Eso es admirable. ?Hay alguien aquí que sea el responsable de todos además de serlo de su propia vida?

Empieza a rascarse una de las quemaduras del brazo, pero es tan vieja que no consigue levantar el tejido de la cicatriz. Vete a saber si se las hizo él mismo o si se las hizo alguien. Mi móvil empieza a sonar, me meto la mano en el bolsillo y lo silencio.

—El Predicador —dice.

—?El Predicador?

—Ese no es su nombre real, hijo, así es como le llamamos.

—?Seguro? ?O así es como se hace llamar él?

—Las dos cosas —dice sonriendo—. Pero no sé qué fue antes. Creo que siempre ha sido el Predicador.

—?Puedo hablar con él?

—Espera.

Me quedo en el umbral, expuesto al sol que sigue pegando fuerte. Oigo sirenas a lo lejos y una ambulancia pasa a toda prisa una manzana más allá, tal vez haya venido a este barrio para repartir vacunas contra la peste como si fuera una camioneta de venta ambulante de helados. De vez en cuando, cada pocos segundos, una gota de sudor me hace cosquillas en el cuerpo al deslizarse desde mi axila. A pesar del calor, un par de tipos que pasean a sus perros por la calle llevan grandes chaquetas de cuero negro con parches distintivos de bandas en la espalda. El perro es muy robusto, de pelo corto y negro y no tiene cola. No solo parece capaz de arrancarme la tráquea de un mordisco, sino que además me mira como si realmente tuviera intención de hacerlo. De la boca le cuelgan largos hilos de baba y cuando empieza a gru?ir, lo único que lo retiene es una correa gruesa y un collar para perros decorado con puntas metálicas.

—?Qué cojones miras, hijo de puta? —pregunta uno de ellos mientras clava sus ojos en mí y aminora el paso.

Me vuelvo hacia la puerta con la esperanza de que eso les parezca suficiente, pero no es así. Oigo gru?ir al perro unos metros por detrás de mí. Se han acercado hasta donde debería estar el trozo de valla que falta. Les echo un vistazo fugaz. Los dos tipos parecen pesar al menos cien kilos cada uno, grasa y músculo compactados bajo una piel cubierta de tatuajes. Me imagino que también deben de tener éxito con las mujeres, aunque probablemente no porque las mujeres tengan mucho que decir al respecto. Vuelvo a llamar a la puerta.