Me levanté y alargué una mano.
—Que encuentres mucho de qué escribir en Espa?a.
Ya casi había llegado a la salida de Milford cuando llamé a la oficina.
—Garber Contracting —contestó Sally Diehl—. ?En qué puedo ayudarle?
—Sally, soy yo. ?Es que ya no miras el identificador de llamadas?
—Acabo de comerme una rosquilla glaseada —respondió, alegre— y estaba demasiado ocupada chupándome los dedos para ver que eras tú.
Me pregunté si habría alguna forma de saber por Sally dónde podría encontrar a Theo sin que intuyera que quería matarlo.
—?Has sabido ya algo de Alfie? —preguntó.
—Todavía no —mentí—. Esperaba poder preguntarle a Theo un par de cosas antes. ?Sabes dónde está?
—?Para qué quieres verlo? —Sonaba a la defensiva.
—Es que tengo que hacerle unas preguntas —dije—. Nada grave.
Dudó un poco.
—Está rehaciendo la instalación eléctrica de una casa, en Ward, justo al lado del puerto, no muy lejos de donde tú vives. Es una reforma gigantesca.
—?Tienes la dirección?
No sabía el número, pero me dijo que la casa no tenía pérdida. Si estaban renovando el edificio entero, habría un contenedor de escombros justo delante y, claro está, tampoco sería difícil ver la ranchera de Theo, con su nombre escrito en los laterales y aquel par de testículos de plástico colgando del parachoques trasero.
—?Algo más? —preguntó Sally.
—No, de momento no.
—El caso es que yo también iba a llamarte. Doug se ha ido a casa.
—?Qué? ?Se encuentra mal?
—No creo. Ni siquiera ha llamado a la oficina para decir nada. El que ha llamado ha sido KF. Me ha dicho que Doug ha recibido una llamada, él cree que de su mujer, y ha salido pitando, como si se lo llevara el diablo.
—?Qué habrá pasado?
—He intentado llamarlo al móvil y ha hablado conmigo unos tres segundos. Me ha dicho: ?Se quedan con mi casa. Se acabó?.
—Mierda —dije—. Vale, mira, voy a acercarme por allí a ver qué es lo que pasa.
—Llámame cuando sepas algo, ?vale?
—Claro.
Seguí por la 95, dejé el centro comercial de Connecticut Post a mi izquierda y salí por Woodmont Road. Cinco minutos después, estaba aparcando delante de la casa de Doug y Betsy Pinder.
El jardín de delante era un caos total.
Parecía que los Pinder hubiesen decidido trasladarse, hubiesen sacado todas sus pertenencias frente a la casa en cuestión de minutos y luego hubiesen cancelado el camión de mudanzas.
Había una cómoda con los cajones abiertos, maletas sin cerrar y con ropa saliéndose por todas partes, ollas y sartenes esparcidas por el césped, un cubertero Rubbermaid abandonado en la acera. Tres sillas de cocina, un televisor, un reproductor de DVD, toda una colección de cajas de DVD tiradas por ahí. Una mesita baja, lámparas volcadas. Era como si supieran que tenían diez minutos para vaciar la casa antes de que la volaran por los aires y aquello fuera todo lo que habían conseguido salvar.
Solo que la casa no había volado. Seguía en pie. Eso sí, la puerta tenía un nuevo cerrojo instalado y había un anuncio oficial grapado encima.
Caminando por entre todos esos despojos, igual que esa gente que va a saquear recuerdos de una casa que acaba de ser demolida por un tornado, estaban Doug y Betsy Pinder. Ella lloraba más que miraba, y Doug estaba simplemente de pie, atónito y pálido, con aspecto de encontrarse en algún punto entre la perplejidad y el estado de shock.
Bajé de la furgoneta y caminé hacia la entrada pasando junto a la vieja ranchera de Doug y el Infiniti de Betsy. Las autoridades que hubieran ido allí a complicar las cosas debían de haberse marchado hacía ya un buen rato.
—Hola —dije. Betsy, de pie junto a una de las sillas de metal y vinilo del juego de la cocina, me miró con ojos llorosos y luego apartó la cara.
Doug levantó la mirada y dijo:
—Oh, Glenny. Lo siento. He tenido que dejar la obra.
—?Qué ha pasado aquí, Doug?
—Nos han desahuciado —explicó con voz entrecortada—. Esos hijos de puta nos han echado de nuestra propia casa.
—Y tú se lo has permitido —soltó Betsy—. No has movido un puto dedo para impedírselo, joder.
—?Qué co?o querías que hiciera? —le gritó él—. ?Querías que me pusiera a dispararles? ?Es eso lo que querías que hiciera?
Le puse una mano a Doug en el brazo.
—Cuéntame cómo ha sido.
Entonces se volvió hacia mí.
—Y muchas gracias a ti también —dijo—. Te pedí ayuda y no me diste una mierda.
—Sea cual sea el problema que tengas —repuse, intentando hablar con calma y no alzar la voz—, no creo que un adelanto de una o dos semanas de sueldo fuera a solucionarlo. Y sabes perfectamente que eso es así, o sea que ?qué ha pasado?