El accidente

—Verás, es que no tengo a nadie en mi vida, ?sabes? Nunca he estado casado. Una vez estuve prometido, cuando tenía veintitantos, pero no funcionó. —Asintió con tristeza—. No creo que yo fuera… Ella dijo que quizá me esforzaba demasiado. En fin, vivo de alquiler, en el piso superior de una bonita casa antigua de dos plantas de Park. Tengo este trabajo, y me gusta, y la gente de aquí…, resulta agradable trabajar con ellos, pero no puede decirse que tenga muchísimos amigos.

 

—Allan, solo dime…

 

—Por favor. El caso es que no estoy acostumbrado a que la gente sea amable conmigo. Tu mujer era muy agradable conmigo.

 

—Agradable, ?cómo?

 

—Una tarde comenté en clase, sin más, que no era mi mejor día, que mi tía acababa de morir. Mi madre murió cuando yo tenía diez a?os, y mis tíos me acogieron en su casa, así que me sentía muy unido a ella. Dije que tendría que acabar la clase un poco antes, porque iba a quedarme en casa de mi tío unos cuantos días. A él nunca se le había dado demasiado bien cuidarse solo, ni en los mejores tiempos, así que ahora, bueno, tenía que asegurarme de que estaba bien. Siempre hacemos una pausa a media clase, y evidentemente Sheila salió un instante a comprar algo a ShopRite, luego me llevó discretamente aparte y me dio una bolsa con un bizcocho de café, unos cuantos plátanos y un poco de té, y me dijo: ?Toma, con esto tendréis bastante para tu tío y para ti ma?ana por la ma?ana?. Y ?sabes lo que hizo? Se disculpó. Sí, por el bizcocho de café. Porque lo había comprado en la tienda. Dijo que, de haberlo sabido antes de clase, me habría hecho algo ella misma. Me sentí tan conmovido por su consideración… ?Te lo llegó a contar?

 

—No —dije, pero me parecía algo muy propio de Sheila.

 

—Me resulta dificilísimo hablarte de esto —siguió explicando Butterfield—. No sé, seguro que parece, no sé, a lo mejor a ti te parecerá un poco raro, pero yo también quedé muy afectado por su muerte.

 

—?Por qué todas esas llamadas, Allan?

 

Arrugó la frente y bajó la mirada hacia su desordenado escritorio.

 

—Había hecho el ridículo.

 

Decidí dejar que me lo contara todo a su ritmo.

 

—Ya te dije el otro día que Sheila y yo salimos a tomar algo una noche. Eso fue todo lo que hubo. De verdad. Fue agradable, simplemente tener a alguien con quien hablar. Le expliqué que, de más joven, yo había querido ser escritor de viajes. Que tenía el sue?o de viajar por todo el mundo y escribir sobre lo que iba encontrando. Y ella me dijo que… Me dijo: ?Si eso es lo que quieres hacer, deberías hacerlo?. Yo dije: ?Tengo cuarenta y cuatro a?os. Tengo este trabajo de profesor. No puedo?. Ella dijo: ?Tómate unas vacaciones, ve a algún sitio interesante y escribe sobre ello. Intenta ver si puedes venderle la historia a una revista o un periódico?. Me dijo: ?No lo dejes. Intenta hacerlo como algo extra, y así verás adónde te lleva?. —Asintió con alegría, aunque más bien parecía a punto de echarse a llorar—. Así que la semana que viene me voy a Espa?a. Voy a intentarlo.

 

—Eso está genial —dije, esperando aún.

 

—Bueno, pues, después de reservar el viaje, quería darle las gracias. Así que le dije si le apetecía salir a cenar. Le propuse que fuéramos a cenar una de las noches que venía por el curso, que yo la invitaría. Para demostrarle mi gratitud.

 

—Y ella ?qué contestó?

 

—Dijo: ?Oh, Allan, no puedo hacer eso?. Entonces me di cuenta de que lo que le había pedido era una cita. Una mujer casada, y yo le había pedido una cita. No sé en qué estaba pensando. Lo sentí tanto, estaba muy avergonzado por lo que había hecho. Yo solo… Me gustaba hablar con ella. Me animaba mucho. Me había hecho creer otra vez en mí mismo… y entonces voy y hago semejante idiotez.

 

Todavía no sabía a santo de qué venían todas esas llamadas suyas, pero supuse que el hombre estaba a punto de llegar a esa parte de la historia.

 

—Imagino que tuve la sensación de que con una simple disculpa no bastaba. La llamé un par de veces, le dije que lo sentía. Luego me inquietó pensar que a lo mejor dejaba el curso, así que volví a llamarla, pero empezó a no contestar. —Parecía abatido—. Pensé que, si me contestaba al teléfono una última vez, podría transmitirle una disculpa definitiva, pero no lo hizo. Alguien se me acerca, y yo acabo alejándola de mí. —Suspiró—. Eso es lo que hago siempre.

 

—?Crees que iba a asistir a clase aquella tarde? —pregunté—. A mí nunca me dijo nada de que no fuera a ir.

 

—También yo me lo he preguntado varias veces —dijo Butterfield—. A ella le gustaba el curso, tenía muchas ganas de poder ayudarte. La semana antes me habló de sus planes para abrir un negocio propio.

 

—?Qué te explicó?

 

—Quería abrir un negocio desde casa, con una página web donde la gente pudiera encargar cosas.

 

—?Qué clase de cosas?

 

—Medicamentos comunes de prescripción médica. Yo… le dije que no estaba muy convencido de que fuera una buena idea. Que la calidad de esos productos podía ser difícil de verificar y que, si no tenían el efecto que se suponía que debían tener, puede que se estuviera exponiendo a ciertas responsabilidades legales. Ella dijo que no lo había pensado así y que le daría más vueltas. Dijo que de momento prácticamente no había vendido nada y que, si tenía motivos para creer que esos medicamentos eran peligrosos, no los vendería más.