El accidente

—No tienes ni idea de lo que estás haciendo —le dijo Belinda.

 

—Oh, sí que lo sé —contestó él—. Estoy haciendo lo más correcto.

 

Ella se preguntó si continuaría diciendo eso después de una visita de Sommer.

 

 

 

 

 

Capítulo 35

 

 

Fui en la furgoneta hasta la Escuela de Negocios de Bridgeport y aparqué en una plaza para visitantes. El edificio no daba precisamente la impresión de ser una escuela. Era más bien una construcción alargada y baja, de aspecto industrial y sin pizca de encanto. Pero, por lo visto, allí se impartían buenos cursos, y eso era lo que había llevado a Sheila a apuntarse a sus clases.

 

No sabía si Allan Butterfield formaba parte del profesorado habitual o si simplemente estaba impartiendo aquel curso como un trabajo extra. Entré por la puerta principal y me acerqué al hombre que estaba sentado tras el mostrador de recepción del anodino vestíbulo.

 

—Estoy buscando a un profesor, se llama Butterfield.

 

El hombre no tuvo que consultar nada. Se?aló con la mano.

 

—Siga por ese pasillo hasta el final, luego a la derecha. Los despachos están a la izquierda. Busque el cartel en la puerta.

 

Un minuto después me encontré de pie frente a la puerta de Allan Butterfield y llamé con varios golpes.

 

—?Sí? —dijo una voz amortiguada desde el interior.

 

Giré el pomo y abrí la puerta de un despacho peque?o y abarrotado. Solo había espacio para un escritorio y un par de sillas. Papeles y libros se amontonaban caóticamente por todas partes.

 

Butterfield no estaba solo. Una chica pelirroja de poco más de veinte a?os estaba sentada frente a él, al otro lado del escritorio. Sobre las rodillas sostenía en equilibrio un ordenador portátil abierto.

 

—Lo siento —dije.

 

—Ah, hola —repuso Butterfield—. Glen, Glen Garber. —Me recordaba de cuando nos habíamos visto tras la muerte de Sheila, cuando yo había intentado reconstruir de algún modo las últimas horas de mi mujer.

 

—Necesito hablar contigo —dije.

 

—Ahora mismo estoy acabando con…

 

—Ya.

 

La chica cerró el portátil y dijo:

 

—No pasa nada, puedo volver más tarde, se?or Butterfield.

 

—Lo siento, Jenny —dijo él—. ?Por qué no te pasas ma?ana?

 

La chica asintió con la cabeza, cogió una chaqueta que había dejado encima del respaldo de su silla y se apretó contra la pared para poder salir pasando junto a mí. Tomé asiento sin que Butterfield me lo ofreciera.

 

—Bueno, Glen —dijo. La primera vez que lo vi le eché unos cuarenta y pocos. Metro sesenta y cinco, rechoncho. Casi calvo, con unas gafas de lectura en la punta de la nariz—. La última vez que hablamos estabas intentando reconstruir los movimientos de Sheila el día del… Bueno, sé que estabas muy afectado. ?Has averiguado algo? ?Has logrado cerrar el caso de alguna forma?

 

—?Cerrarlo? —repetí. Ese verbo dejaba un rastro de leche agria en mi boca—. No, no lo he cerrado.

 

—Siento mucho oír eso.

 

No tenía sentido andarse con rodeos.

 

—?A qué se deben todas esas llamadas tuyas al móvil de mi mujer poco antes de morir?

 

Abrió la boca, pero de ella no salió ningún sonido. Ni al cabo de un segundo ni al cabo de dos. Vi que estaba intentando dar con alguna respuesta, pero lo único que consiguió decir fue:

 

—Lo siento… ?Que yo… qué?

 

—Hay una lista de llamadas tuyas a mi mujer. Llamadas perdidas. A mí me parece que las veía y que no quería contestarlas.

 

—Lo siento, pero no sé de qué me estás hablando. Puede que alguna que otra vez haya llamado a tu mujer por asuntos relacionados con las clases; ella solía consultarme dudas relativas a los ejercicios, pero…

 

—A mí me parece que eso son gilipolleces, Allan.

 

—Glen, de verdad, yo…

 

—Tienes que saber que tengo un día malo, pésimo, el cual forma parte de un mes aún más pésimo. Así que cuando te digo que no estoy de humor para gilipolleces, debes creerme. ?A qué se deben todas esas llamadas?

 

Butterfield parecía estar valorando sus posibilidades de escapar. El despacho estaba tan abarrotado que jamás habría logrado salir de detrás de ese escritorio y cruzar la puerta sin tropezarse con algo antes de que yo pudiera cortarle el paso.

 

—La culpa fue toda mía —dijo. En su voz se percibía un ligero temblor.

 

—?A qué te refieres?

 

—Me comporté…, me comporté de una forma inadecuada. Sheila, la se?ora Garber, era una persona muy agradable. Una persona realmente agradable, nada más.

 

—Sí. Ya lo sé.

 

—Ella solo…, ella era muy especial. Considerada. Era alguien…, alguien con quien yo podía hablar.

 

No dije nada.