El accidente

—Tú no, Glen. Te conozco desde hace bastante como para saber que tú no harías algo así premeditadamente, pero alguien que trabaja para ti lo ha hecho.

 

—Sí —admití—, y tengo una idea bastante clara de quién ha sido. Ya no trabajo con él.

 

—Pues para quien quiera que trabaje ahora ese tipo, tienen que saberlo —dijo Alfie—. Si va por ahí haciendo instalaciones eléctricas con esa mierda, tarde o temprano morirá alguien.

 

—Gracias por avisarme, Alfie.

 

Cerré el teléfono y lo lancé al asiento de al lado.

 

Quería encontrar a Theo Stamos. Quería encontrar a Theo Stamos y matar a ese hijo de puta. Pero, como en ese momento estaba cruzando Bridgeport, Theo iba a tener que esperar un rato, mientras yo le hacía una visita a otra persona.

 

 

 

 

 

Capítulo 34

 

 

Cuando Glen Garber le dijo que le dejaría el dinero en el buzón, Belinda Morton no se lo podía creer. ?Un sobre con sesenta y dos mil dólares? No estaría tan loco como para dejar todo ese dinero en un buzón de correos, ?verdad? Aunque a lo mejor esa era su forma de hacerle llegar un mensaje, de demostrarle lo enfadado que estaba con ella.

 

Si era así, no podía culparlo.

 

Belinda tenía que salir a ense?ar un apartamento a una pareja de unos treinta y tantos que se habían cansado de vivir y trabajar en Manhattan, habían encontrado empleo para los dos en New Haven y estaban buscando algo con vistas al sur. Les llamó por teléfono y les dijo que tenía una emergencia familiar y que se veía obligada a volver enseguida a casa.

 

Ya casi había salido por la puerta de la oficina cuando aquel tipo se había presentado allí.

 

Dijo que se llamaba Arthur Twain, que trabajaba para una empresa de investigadores privados o de seguridad o algo así, y que quería hablar con ella acerca de Ann Slocum, de bolsos falsos, de si había ido a alguna fiesta de bolsos y de si sabía que el dinero que se invertía en comprar productos de imitación financiaba el crimen organizado. Belinda sintió que el sudor le empapaba la ropa, aunque ese día apenas si llegaban a los dieciséis grados.

 

—Lo siento —dijo, seguramente unas diez veces—. No sé nada de todo eso. De verdad que no.

 

—Pero usted era amiga de Ann, ?verdad? —insistió Twain.

 

—Tengo que irme, de veras, lo siento mucho.

 

Subió al coche y se escabulló del aparcamiento tan deprisa que casi atropella a una mujer que iba en bicicleta.

 

—Cálmate, cálmate, cálmate, cálmate —no hacía más que repetirse. Tendría que llamar a Darren, contarle lo de ese tal Arthur Twain, preguntarle qué debía decir si volvía a aparecer.

 

Esperaba que, cuando Glen había dicho que le dejaría el dinero en el buzón, se refiriese a la ranura para el correo que había en la puerta de su casa. Bajó del coche tan deprisa que ni siquiera se molestó en cerrarlo. De no haber necesitado las llaves para entrar en la casa, seguramente habría dejado también el motor en marcha.

 

Corrió hacia la puerta, estuvo a punto de perder un tacón, tres veces intentó meter la llave en la cerradura antes de lograr girarla. Abrió la puerta de golpe y bajó la mirada al suelo, donde caían siempre las cartas.

 

Nada.

 

—Mierda, mierda, mierda —dijo. Medio tropezó dando tres pasos hacia el interior de la casa y se dejó caer sobre la escalera, apoyó la espalda en la barandilla y sintió que empezaba a temblarle todo el cuerpo.

 

Que el dinero no estuviera allí no quería decir que se hubiera perdido, se dijo. A lo mejor todavía lo tenía Glen. A lo mejor había pensado llevárselo más tarde. A lo mejor, de camino a algún otro sitio.

 

Y a lo mejor el muy cabrón sí que se había atrevido a echarlo en un buzón de correos. Eso sería muy típico de él. Si algo había aprendido Belinda siendo amiga de Sheila todos esos a?os, era que Glen tenía una especie de vena moralista con…

 

Oyó un ruido en el interior de la casa.

 

Le pareció que procedía de la cocina.

 

Se quedó helada, contuvo la respiración.

 

Alguien había abierto el grifo del fregadero. Se oyó el ruido de un vaso de cristal.

 

Entonces alguien exclamó:

 

—?Cari?o? ?Eres tú?

 

Belinda sintió que le quitaban un peso del pecho, aunque solo durante unos instantes. Era George. ?Qué narices estaba haciendo en casa?

 

—Sí —contestó a media voz—. Soy yo.

 

Su marido dobló la esquina del pasillo y se la encontró desplomada en la escalera. Llevaba el mismo traje que se había puesto el día anterior, para el funeral. La camisa era otra, aunque también con pu?o francés: unas franjas de un blanco resplandeciente entre las manos y las mangas.

 

—Me has dado un susto de muerte —le reprendió—. ?Qué estás haciendo aquí? Tu coche no está en la entrada.

 

—Cuando he llegado al trabajo no me encontraba bien —explicó él—. Creo que a lo mejor ha sido por ese pescado que comimos anoche. Así que he decidido venirme a casa y trabajar desde aquí. Como no voy a volver a la oficina, he metido el coche en el garaje. —George llevaba su consultoría de gestión desde New Haven, pero le resultaba igual de sencillo trabajar desde casa—. Y tú ?qué? ?No tenías que ense?ar un piso?