El accidente

Cogí el auricular del teléfono de mi escritorio y llamé. Se oyó medio tono, y luego una grabación me informó de que ese número no estaba operativo. Colgué. Arthur Twain había dicho también que Sommer ya no utilizaba ese teléfono.

 

Busqué papel y un boli y empecé a anotar los demás números a los que había llamado Sheila el día de su accidente y los precedentes. Había cinco llamadas a mi móvil, tres a mi oficina, tres a la casa. Reconocí el número de Belinda. También estaba el número de Darien que yo sabía que era el de casa de Fiona, y otro que reconocí como su móvil.

 

Después, pensándolo mejor, comprobé también la lista de llamadas entrantes. Eran las que había esperado. Nueve mías: desde el teléfono de casa, el teléfono del trabajo y el móvil. Llamadas de Fiona. De Belinda.

 

Y diecisiete más de un número que no reconocí. No era el número que pensaba que pertenecía a Sommer. No era un número de Nueva York. Y todas las llamadas de ese número aparecían como ?no contestadas?. Lo cual quería decir que, o bien Sheila no había oído el timbre, o bien había preferido no contestar.

 

Me anoté el número.

 

La habían llamado una vez desde él el día de su muerte, dos veces el día antes, y por lo menos dos veces al día, a diario, durante los siete días anteriores al accidente.

 

Tenía que saberlo.

 

De nuevo, marqué desde el teléfono de casa. Sonó tres veces antes de que saltara un contestador automático.

 

?Hola, has llamado a Allan Butterfield. Deja un mensaje.?

 

?Allan qué? Sheila no conocía a nadie que se llamara…

 

Un momento. Allan Butterfield. El profesor de contabilidad de mi mujer. ?Por qué la habría llamado tantas veces? Y ?por qué se habría negado ella a contestar sus llamadas?

 

Dejé el teléfono en la mesa, preguntándome qué más podía hacer. Tantas preguntas y tan pocas respuestas.

 

No hacía más que mirar las pastillas. ?De dónde habría sacado Sheila esos medicamentos de prescripción médica? ?Cómo los habría pagado? ?Qué pensaba hacer con…?

 

El dinero.

 

El dinero que yo guardaba escondido.

 

Los únicos que sabíamos lo del dinero que había en la pared éramos Sheila y yo. ?Se habría atrevido a eso? ?Había usado ese dinero para comprar esos medicamentos con la idea de revenderlos después?

 

Abrí el cajón de mi escritorio y saqué un abrecartas. Después rodeé la mesa hacia el rincón contrario de la habitación. Metí el abrecartas en una ranura de los paneles de madera y, un par de segundos después, tenía delante de mí una abertura rectangular de unos cuarenta centímetros de ancho por treinta de alto y unos tres de hondo.

 

Podía comprobar con rapidez si todo el dinero que escondía entre las tachuelas estaba allí. Lo guardaba en fajos de quinientos dólares. Conté deprisa y encontré treinta y cuatro.

 

El dinero que había ahorrado durante a?os de trabajos bajo mano seguía allí.

 

Pero también había algo más.

 

Un sobre marrón de oficina. Estaba oculto detrás del dinero en metálico. Tiré de él para sacarlo y percibí que estaba muy lleno.

 

En la esquina superior izquierda, unas palabras: ?De Belinda Morton?. Y luego, garabateado un poco más abajo, un número de teléfono.

 

Lo reconocí enseguida. Lo había visto hacía apenas un par de minutos.

 

Era el número que Sheila había marcado a la 1.02 del día en que murió. El número que Arthur Twain decía que pertenecía a Madden Sommer.

 

El sobre estaba sellado. Pasé el abrecartas bajo la solapa e hice un corte limpio, después me acerqué al escritorio y vacié su contenido.

 

Dinero. En metálico. Mucho, muchísimo dinero.

 

Miles de dólares en metálico.

 

—Santa madre de Dios —se me escapó.

 

Entonces oí el disparo.

 

Un cristal roto.

 

El grito de Kelly.

 

 

 

 

 

Capítulo 27

 

 

Subí los dos tramos de escaleras en menos de diez segundos.

 

—?Kelly! —grité—. ?Kelly!

 

Su puerta seguía cerrada y la abrí tan deprisa que casi la arranco de cuajo. Oía a Kelly gritar, pero no la veía. Lo que sí vi fueron cristales rotos por todo el suelo y encima de la cama de mi hija. La ventana que daba a la calle se había convertido en una pesadilla de a?icos.

 

—?Kelly!

 

Oí unos lloros amortiguados y me lancé enseguida hacia la puerta del armario. La abrí de golpe y la encontré hecha un ovillo encima de un montón de zapatos.

 

Se levantó de un salto y me rodeó con los brazos.

 

—?Estás bien? ?Cari?o? ?Estás bien? ?Dime algo!

 

Apretó la cabeza contra mi pecho y se puso a gimotear: —?Papá! ?Papá!

 

La estreché con tanta fuerza que casi tuve miedo de que se rompiera.

 

—Ya te tengo, te tengo, estoy aquí. ?Te has hecho da?o? ?Te han dado? ?Un cristal o algo así?

 

—No lo sé —dijo entre sollozos—. ?Me he asustado!

 

—Ya lo sé, lo sé. Cari?o, tengo que ver si estás bien.

 

Se sorbió la nariz, asintió y permitió que la sostuviera a medio metro de mí. Busqué sangre, pero no vi nada.

 

—?Te ha alcanzado algún cristal?

 

—Estaba sentada ahí —dijo, se?alando al ordenador. Su escritorio estaba situado contra la misma pared que la ventana, lo que significaba que todos los cristales habían saltado a un lado y detrás de ella.