Al oírme me pareció una bobada, pero mirando aquella colección de efectos personales de Sheila, me había salido con toda naturalidad. A su manera, esos recuerdos estaban más cerca de Sheila de lo que yo había estado jamás. La habían acompa?ado en sus últimos momentos.
Un par de pendientes con motas de un rojo sangriento. Un collar, un colgante de aluminio con un cordel de cuero que la sangre de Sheila había oscurecido todavía más. Lo cogí con la mano y me lo acerqué a la cara para rozarlo con mi mejilla. Volví a dejarlo con delicadeza en la caja y examiné los artículos de su bolso que no estaban ensangrentados. Enjuague bucal; un par de gafas para leer en un delgado estuche metálico; dos horquillas, cada una con algún pelo de Sheila enganchado; uno de esos trastitos de Tide que parecen un rotulador mágico y que se supone que quitan las manchas al instante. Sheila siempre estaba preparada para cualquier catástrofe que pudiera provocar la comida rápida. Pa?uelos de papel. Una caja peque?a de tiritas. Medio paquete de chicles Dentyne Blast de lima fresca. Cuando salíamos para ir a ver a algún amigo, o visitar a sus padres, siempre me decía que me inclinara hacia ella en el coche y me comprobaba el aliento. ?Mastica uno de estos —me decía—. Deprisa. Te canta el aliento a alce muerto.? Había tres comprobantes de cajeros automáticos, varios tíquets de farmacias o supermercados; también unas cuantas tarjetas de visita, una de un departamento de cosméticos de unos grandes almacenes, un par de sus excursiones de compras a Nueva York. Había un botecito de jabón desinfectante para manos, unas cuantas gomas peque?as para el pelo que siempre llevaba en el bolso para Kelly, un pintalabios de Bobbi Brown, gotas para los ojos, un espejito, cuatro limas de esmeril, unos auriculares que había comprado en el avión cuando habíamos ido a Toronto a pasar un fin de semana largo hacía ya más de un a?o. Como había sido forofa del hockey toda la vida, había querido comer en el restaurante de Wayne Gretzky, el jugador. ??Estará él por aquí??, preguntó. ?En la cocina— le dije—. Haciéndote el sándwich.?
Un recuerdo ligado a casi cada uno de aquellos objetos. Allí no había ni un solo tíquet de una tienda de licores. Y tampoco pastillas.
Me detuve en muchas de aquellas cosas, pero había una en concreto que quería examinar con atención.
El teléfono móvil de Sheila.
Lo saqué de la caja, lo abrí y le di al botón para encenderlo. No sucedió nada. El teléfono estaba muerto.
Abrí el primer cajón de mi escritorio, donde guardaba el cargador del mío (uno igual que el de Sheila), introduje la clavija en el teléfono y lo enchufé a la toma de la pared. Hizo un ruidito al resucitar.
Todavía no me había decidido a dar de baja su número. Formaba parte de un paquete junto con el mío, y ahora también el de Kelly. Al comprarle el móvil a mi hija podría haber dado de baja el de Sheila, pero descubrí que no tenía fuerzas para hacerlo.
En cuanto el teléfono pareció funcionar de nuevo y empezó a cargarse, lo primero que se me ocurrió fue llamar a él desde el teléfono de mi escritorio.
Marqué el número que aún me sabía de memoria, escuché los tonos de llamada que sonaban en mi oído y vi cómo sonaba y vibraba el teléfono delante de mí. Esperé hasta el final del séptimo tono, momento en el cual sabía que saltaría el buzón de voz, y oiría la voz de mi difunta esposa.
?Hola, has llamado a Sheila Garber. Siento no poder atenderte. Deja un mensaje y me pondré en contacto contigo.?
Y luego el bip.
Empecé a hablar:
—Yo… solo…
Colgué. Me temblaba la mano.
Necesitaba un minuto para recuperar la compostura.
—Solo quería decirte —dije, de pie en el despacho— que he dicho algunas cosas, desde que tú no estás, que ahora… He estado muy enfadado contigo. Muy cabreado. Que hayas hecho esto, que hayas… hecho algo tan estúpido. Pero entre ayer y hoy, no sé… Antes, nada tenía sentido, y ahora parece que las cosas tienen menos sentido que nunca, pero cuanto menos sentido tienen, más empiezo a preguntarme…, a preguntarme si no habrá algo más, si a lo mejor…, a lo mejor no he sido justo, a lo mejor no estoy viendo…
Me senté en la silla y me abandoné a mis sentimientos, los dejé fluir. Me di tiempo para sacarlo todo. Como cuando se libera la presión de una olla por la válvula: hay que dejar que escape, aunque sea solo un poco, para no acabar provocando una explosión.
Cuando dejé de sollozar, cogí un par de pa?uelos de papel, me sequé los ojos, me soné la nariz, respiré hondo varias veces.
Y me puse de nuevo a ello.
Entré en el historial de llamadas del teléfono. Arthur Twain decía que Sheila había llamado a ese tal Sommer el día de su accidente, justo después de la una.
Encontré un número en las llamadas salientes. Ahí estaba, a la 1.02. Un teléfono con prefijo de Nueva York.