—Ese se lo regaló la abuela a mamá —explicó Kelly—. Por su cumplea?os, ?te acuerdas?
No lo recordaba, pero así quedaba explicado. Fiona no era de las que compraban nada que no fuera auténtico. Había tantas probabilidades de que le regalara a su hija un bolso de imitación como de que se la llevara a comer un menú de hamburguesa a Wendy’s.
Cuando Twain dejó el bolso en el suelo, algo sonó en su interior. Como si lo que había dentro hubiese chocado entre sí.
Joder, pensé. Otro par de esposas, no. No sabría qué hacer si de pronto descubría algo así. Pero el ruido no era de tipo metálico.
—Hay algo dentro —dijo, y lo levantó por el asa.
Me acerqué y se lo quité de las manos.
—Lo que haya dentro era de Sheila —advertí—. Puede que los bolsos sean asunto suyo, pero su contenido no le concierne.
Dejé a Kelly y a Arthur Twain en el salón. Fui a la cocina, apreté el cierre de lo alto del bolso y lo abrí todo lo que pude.
Dentro había cuatro botes de plástico, cada uno del tama?o de un tarro de aceitunas.
Todos llevaban una etiqueta diferente. Lisinopril. Vicodina. Viagra. Omeprazol.
En total, cientos y cientos de pastillas.
Capítulo 26
Volví a meter los botes en el bolso y lo guardé en uno de los armarios altos. Cuando regresé al salón, Twain me miraba con ojos expectantes. Sin embargo, al ver que no le ofrecía detalles sobre lo que había encontrado, dijo:
—Bueno, gracias por su tiempo.
Me dejó una tarjeta de visita y me animó a llamarlo si recordaba algo que pudiera resultar útil. Luego se fue.
—Parecía simpático —dijo Kelly—. ?Qué había en el bolso de mamá?
—Nada —dije.
—Había algo seguro. Hacía ruido.
—No era nada.
Kelly sabía que le estaba mintiendo, pero también sabía que no iba a decirle nada más.
—Como quieras —dijo—. Creo que entonces volveré a estar enfadada contigo. —Se fue arriba dando fuertes pisotones y volvió a meterse en su cuarto, cerrando de un portazo tras de sí.
Fui a buscar el bolso lleno de pastillas del armario de la cocina y bajé a mi despacho del sótano. Lo vacié encima de mi escritorio y vi cómo rodaban los botes.
—La madre que te hizo —le dije a la sala vacía—. ?Qué pu?etas es esto, Sheila? ?Qué pu?etas es esto?
Fui cogiendo uno a uno los peque?os botes de plástico, desenrosqué las tapas, miré dentro. Cientos de peque?as pastillas amarillas, pastillas blancas, las famosísimas pastillas azules.
—Dios mío, pero ?cuántas de estas querías que me tomara?
Recordé lo que había dicho Twain: que había un gran mercado, no solo para bolsos y DVD falsos, o materiales de construcción, sino también para medicamentos de prescripción médica.
?Qué era lo que me había dicho Sheila aquella última ma?ana que estuvimos juntos?
?Tengo algunas ideas. Ideas que pueden ayudarnos. Para superar este bache. He conseguido algo de dinero.?
—Así, no —mascullé—. Así, no.
Ahora que había visto lo que había en ese bolso, me pregunté qué narices podría haber en todos los demás. Comprobé los que estaban todavía en el salón, luego volví a subir (Kelly seguía con la puerta de su habitación cerrada) y miré dentro de todos los que quedaban en el vestidor de Sheila. Encontré pintalabios viejos, listas de la compra, algo de dinero suelto. Ni un medicamento más.
Bajé otra vez al sótano. El bolso que llevaba Sheila en el momento del accidente había sobrevivido (tal como ya le había dicho a Belinda), pero no estaba en muy buen estado. Había quedado un poco chamuscado, y el agua de los bomberos lo había empapado. Yo lo había tirado porque no quería que Kelly lo viera, pero antes había rescatado todo lo que había dentro. En ese momento sentí la necesidad de echar un vistazo a todas aquellas cosas.
Lo había guardado todo en una caja de zapatos Rockport. Los zapatos en cuestión ya se habían desgastado y los habíamos tirado, pero seguramente la caja duraría varios a?os más. La dejé en mi escritorio con cuidado, como si estuviera llena de explosivos. Luego, con ciertas dudas, levanté la tapa.
—Hola, preciosa —dije.