El accidente

Sommer volvió a guardarse el teléfono en la chaqueta.

 

Garber había dejado entrar a aquel hombre en su casa. Sommer veía sombras en el salón. También tenía controladas las demás ventanas de la casa. Había una luz encendida en el piso de arriba. De vez en cuando, una sombra cruzaba por las cortinas y, en cierto momento, alguien se había asomado un poco entre ellas para mirar a la calle.

 

Una ni?a. Peque?a.

 

 

 

 

 

Capítulo 25

 

 

Me levanté, estaba tan furioso que temblaba. La idea de que Sheila hubiese tenido algún trato, aunque solo fuera una llamada telefónica, con ese matón de Sommer me resultaba profundamente desagradable. Ya había tenido suficientes revelaciones alarmantes acerca de mi mujer.

 

—Se equivoca. Sheila no llamó a ese tipo.

 

—Si no fue ella, lo hizo alguien desde su teléfono móvil. ?Solía dejarle el móvil a alguien? —preguntó Twain.

 

—No, pero… no tiene sentido.

 

—Pero ?su mujer ha comprado bolsos de imitación?

 

Me recordé a mí mismo delante del vestidor, el viernes, preguntándome si por fin había llegado el momento de hacer algo con las cosas de Sheila. Allí dentro había bolsos a docenas.

 

—Puede que tenga un par —dije.

 

—?Le importaría que les echara un vistazo?

 

—?Para qué?

 

—Cuando hace tanto que se trabaja en esto como yo, aprende uno a distinguir ciertas características. Igual que otra persona podría percibir las diferencias entre un bolso de Coach y uno de Gucci, a veces yo veo las diferencias entre un bolso hecho en una fábrica de China y otro procedente de algún otro lugar. Así, me hago una idea de qué falsificadores son los que están dejando más huella en el mercado, para empezar.

 

No sabía qué hacer. ?Por qué tenía que ayudar a ese hombre? ?Qué podía importar ya que lo hiciera? En todo caso, lo único que conseguiría Arthur Twain sería mancillar la memoria de Sheila. ?Por qué iba a ayudarle a hacer eso?

 

Como si me hubiera leído la mente, a?adió:

 

—No he venido a pisotear la reputación de su mujer. Estoy convencido de que la se?ora Garber jamás hubiese quebrantado la ley a sabiendas, ni lo habría intentado. Esta es una de esas cosas como…, como robar conexión a internet. Todo el mundo lo hace, así que nadie cree que tenga nada de…

 

—Sheila jamás, jamás robó conexión a internet. Ni ninguna otra cosa.

 

Arthur levantó una mano a la defensiva.

 

—Lo siento. Era solo un ejemplo.

 

No dije nada. Me pasé la lengua por los labios.

 

—Dejó que se organizara una fiesta aquí —dije—. Una sola vez.

 

Arthur asintió con la cabeza.

 

—?Cuándo fue eso?

 

—Hará ya algunas semanas… No, un par de meses antes de que muriera.

 

—Cuando dice que dejó que se organizara, ?quiere decir que ella no vendió la mercancía? ?Que dejó eso en manos de otra persona?

 

—En efecto, sí. —Vacilé, preguntándome si debía llegar tan lejos como para meter a alguien más en el asunto. Solo que esa persona a la que iba a nombrar estaba ya tan a salvo de cualquier tipo de acusación como Sheila—. Una mujer que se llama Ann Slocum. Una amiga de Sheila.

 

Arthur Twain consultó algo en su Moleskine.

 

—Sí, tengo su nombre aquí. Según mi información, se ha puesto en contacto con el se?or Sommer con regularidad. También me interesará hablar con ella.

 

—Buena suerte —solté.

 

—?Qué quiere decir?

 

—Que murió la otra noche.

 

Por primera vez, Arthur pareció desconcertado.

 

—?Cuándo? ?Cómo fue?

 

—Ya entrada la noche del viernes, o puede que la madrugada del sábado. Sufrió un accidente. Bajó del coche para comprobar un pinchazo en una rueda y se cayó del muelle al agua.

 

—Madre mía. No lo sabía. —Twain estaba asimilándolo todo.

 

Igual que yo. El día en que murió Sheila, había llamado a una especie de gángster mafioso. Un hombre que, según decía Twain, era sospechoso de un triple homicidio. Pensé en lo que me había dicho Edwin, citando a Conan Doyle. Que, cuando algo parecía imposible, las demás posibilidades, por muy improbables que fueran, tenían que tomarse en consideración.

 

Sheila había llamado por teléfono a un sospechoso de asesinato. Y antes de que terminara el día, ella misma estaba muerta.

 

No había muerto igual que la gente de esas fotografías. A ella no le habían disparado. Nadie se le había acercado y le había metido…

 

?Una bala en el cerebro.?

 

No era eso lo que le había sucedido. Ella había muerto en un accidente. Un accidente que, para mí, nunca había tenido ningún sentido. Sí, claro, los accidentes mortales nunca tienen sentido para quienes quedan atrás llorando al difunto. Una muerte así siempre parece aleatoria, cruelmente arbitraria. Pero el accidente de Sheila había sido diferente.

 

Se trataba de un accidente que se contradecía con su carácter.