—Imagine —siguió diciendo— que a alguien que trabaja para usted se le ocurriese instalar en una de sus casas, qué sé yo, componentes eléctricos de imitación. Piezas hechas en China que, por fuera, parecen exactamente iguales a las de una marca que las fabrica y tiene permiso para comercializarlas aquí, pero que por dentro son basura. Están hechas con hilo de un calibre insuficiente. Se recalientan, se cortocircuitan. El diferencial no salta. No hay que ser un genio para darse cuenta de lo que podría ocurrir.
Me pasé una mano por la boca y la barbilla. Por un momento me vi otra vez en aquel sótano lleno de humo.
—Entonces ?por qué está usted aquí? Si esto es un asunto tan grande, ?por qué no ha venido la policía a interrogarme en lugar de usted?
—Trabajamos con la policía siempre que podemos, pero ellos no disponen de los recursos necesarios para enfrentarse a este problema. Los artículos de imitación son un negocio que mueve quinientos mil millones de dólares cada a?o, y eso seguramente haciendo un cálculo por lo bajo. La industria de la moda ha recurrido a empresas privadas de seguridad e investigación para encontrar a los falsificadores. Ahí es donde entro yo en juego. A veces resulta bastante fácil. Damos con una mujer que ha estado organizando fiestas de bolsos, pensando ingenuamente que lo que hace no es nada malo, y le hacemos saber que está cometiendo un delito, un delito federal, y a veces con eso es suficiente. Deja de hacerlo, no la acusamos. En ocasiones. Cuando descubrimos establecimientos que comercializan esos artículos, notificamos a los comerciantes y a los propietarios del local que lo que hacen es ilegal y que estamos dispuestos a acudir a la policía y a interponer acciones legales hasta las últimas consecuencias. Y muchas veces lo hacemos. Sin embargo, la amenaza suele bastar para conseguir que los propietarios reaccionen. Se deshacen de esos arrendatarios, buscan a otros que acaten la ley y les dicen que vendan solo productos legítimos.
—?Y comprar un bolso? ?Tener uno de imitación? ?Es eso delito?
—No. Pero ?tendría usted la conciencia tranquila si fuera una mujer y llevara por ahí un bolso de imitación, sabiendo que podría estar sucediendo algo como esto? —Buscó dentro del sobre y sacó un par de fotografías más. Me las tendió.
—?Qué es…? Oh, mierda.
Eran imágenes del escenario de un crimen. Si iba a tener que ver esa clase de fotografías, habría preferido que fueran en blanco y negro. Aquellas parecían en tecnicolor. Los cadáveres de dos mujeres, charcos de sangre. A su alrededor, bolsos. Encima de mesas, colgando de las paredes, también del techo.
—Dios santo.
Miré la siguiente fotografía: un hombre al que parecían haberle disparado en la cabeza, la mitad superior del cuerpo desmoronada sobre un escritorio. Le lancé las fotografías a Twain.
—?Qué co?o es esto?
—Las mujeres se llamaban Pam Steigerwald y Edna Bauder. Un par de turistas de Butler, Pensilvania. Habían ido a Nueva York a pasar un fin de semana de chicas. Estaban buscando gangas de bolsos en Canal Street y acabaron en el lugar equivocado en el momento equivocado. El hombre era Andy Fong. Comerciante e importador de bolsos falsos fabricados en China.
—Yo no sé nada de ninguna de esas personas.
—Se lo ense?o porque es un ejemplo de lo que puede suceder cuando se mete uno en todo este gran negocio de los artículos de imitación.
Estaba furioso.
—Esto es repugnante, intentar convencerme de algo ense?ándome unas fotos así, intentar meterme el miedo en el cuerpo. Esto no tiene nada que ver son Sheila.
—La policía cree que nuestro hombre de los muchos nombres, ese al que llamamos Madden Sommer, es quien pudo haber hecho esto. El hombre al que llamó su mujer el día en que murió.
Capítulo 24
Madden Sommer estaba sentado en su coche, al otro lado de la calle, tres edificios más allá de la casa de Garber.
Ya tenía la mano en la puerta cuando otro coche aparcó allí. Un sedán negro de General Motors. De él había bajado un hombre bien vestido. De aspecto afable; por el poco de tripa que le sobresalía por encima del cinturón, por la forma de andar. Cuando Garber abrió la puerta de entrada, el hombre le ense?ó algún tipo de identificación.
Interesante, pensó Sommer, apartando la mano de la puerta. No le dio la sensación de que fuera policía, pero todo era posible. Anotó el número de matrícula del coche y luego llamó por el móvil.
—?Diga?
—Soy yo. Necesito que me compruebes una matrícula.
—Ahora mismo no estoy trabajando precisamente —dijo Slocum—. Estoy en familia. Ha venido la hermana de mi mujer.
—Apunta.
—Te acabo de decir que…
—F, siete…
—Espera, espera. —Sommer oyó a Slocum rebuscando para encontrar lápiz y papel.
—Por el amor de Dios, dime.
Sommer leyó el resto de la matrícula.
—?Cuándo lo tendrás?
—No lo sé. Depende de quién esté de guardia.
—Volveré a llamarte dentro de una hora más o menos. Tenlo para entonces.
—Ya te he dicho que no sé si podré hacer algo. ?Dónde estás? ?Dónde está ese coche que…?