—Vamos a casa. Tienes que cambiarte de ropa para el velatorio.
Yo estaba en el dormitorio, intentando por tercera vez hacerme el nudo de la corbata de manera que el extremo ancho no quedara más corto que el estrecho, cuando Kelly apareció en la puerta. Se había puesto un vestido azul marino muy sencillo (uno que le había comprado su madre en Gap) y medias a juego.
—?Voy bien así? —preguntó.
Estaba preciosa.
—Perfecta —dije.
—?Estás seguro?
—Del todo.
—Vale. —Se fue corriendo… justo a tiempo. No quería que me viera la cara. Era la primera vez en su vida que le pedía la opinión a su padre sobre algo de ropa.
Las pompas fúnebres quedaban justo enfrente del parque de la ciudad. El aparcamiento estaba lleno, varios de los vehículos eran coches patrulla. Cogí a Kelly de la mano y atravesamos la explanada. En cuanto entramos, un hombre con un traje negro impecable nos condujo hasta la sala de la familia Slocum.
—Recuerda, no te separes de mí —le susurré a mi hija.
—Ya lo sé.
Apenas habíamos entrado en la sala, donde se habían congregado una treintena de personas que conversaban en tonos contenidos, todas ellas sosteniendo incómodamente una taza de café con su platito, cuando Emily vino a saludarnos. Llevaba un vestido negro con cuello blanco. Enseguida se abrazó a Kelly y las dos ni?as se aferraron una a la otra como si no se hubieran visto desde hacía a?os.
Las dos se echaron a llorar.
Poco a poco, las charlas se convirtieron en apenas un murmullo y todo el mundo se quedó mirando a las dos peque?as, apoyadas la una en la otra, unidas de una forma que pocos de nosotros podíamos imaginar en dos personitas tan jóvenes. Estaban unidas por el dolor, por la compasión y la comprensión mutua.
Yo, igual que todos los demás, me sentí desbordado por la emoción, pero no podía soportar verlas a las dos enfrentándose solas a aquello, y de una forma tan pública, así que me arrodillé, les acaricié suavemente la espalda y dije:
—Eh.
Una mujer se arrodilló al otro lado. A primera vista se parecía a Ann Slocum. Me dirigió una sonrisa incómoda.
—Soy Janice —dijo—. La hermana de Ann.
—Glen —dije yo, apartando la mano de la espalda de Kelly y ofreciéndosela.
—?Por qué no les traigo unos refrescos a las ni?as? En algún lugar algo más íntimo.
Yo no quería perder de vista a Kelly, pero, en ese momento, dejar que las dos ni?as estuvieran juntas parecía tener mucho sentido.
—Claro —contesté.
Janice se llevó de la sala a Kelly y a Emily, que caminaban abrazadas todavía. No obstante, en cierto sentido me sentí aliviado. Al fondo de la habitación estaba el ataúd que contenía el cuerpo de Ann Slocum; al contrario que el de mi mujer, estaba abierto. No quería que Kelly viera a la madre de Emily de cuerpo presente. No quería tener que explicarle por qué la cara de Ann podía contemplarse en público pero la de su madre no.
—Esas ni?as acaban de partirme el corazón —me dijo la mujer que tenía al lado. Me volví. Era Belinda Morton. Junto a ella estaba su marido—. En mi vida había visto algo tan triste.
George Morton, vestido de negro, con camisa blanca, pu?os franceses y corbata roja, me tendió su mano. Se la estreché sin muchas ganas, ya que presuntamente era él quien había empujado a su mujer a hablar con los abogados de los Wilkinson.
—Todo esto es tan… No sé, es que no sé por dónde empezar —dijo Belinda—. Primero Sheila y ahora Ann. Dos de mis mejores amigas.
No fui capaz de encontrar palabras de consuelo para ella en mi interior. Estaba furioso con Belinda, pero no era momento para entrar en eso.
—Tenemos que creer que existe un propósito para todo lo que nos trae la vida —dijo George, con un tono pedante en la voz que solía emplear a veces.
Sí, yo le veía muy bien el propósito a pegarle un pu?etazo en la nariz. Ese hombre tenía una forma de actuar que daba a entender que era más listo que los demás y que se dignaba hablarnos desde sus alturas. Todo un logro, teniendo en cuenta que era unos cinco centímetros más bajo que yo. Le veía perfectamente el emparrado con el que se peinaba. Mientras le miraba a esos ojos que acechaban tras sus pesadas gafas de marco negro, lo que me sorprendió fue lo apesadumbrado que parecía. Sus ojos no estaban rojos como los de su mujer, pero sí parecían muy apenados y cansados.
—Ha sido algo terrible —dijo—. Una conmoción. Horrible.
—?Dónde está Darren? —pregunté.
—Lo he visto antes por aquí —contestó Belinda—. ?Quieres que vaya a buscarlo?
—No, da lo mismo. —No quería hablar con él, solo tenerlo localizado—. ?Estarás en casa más tarde? —pregunté.
—Imagino que sí —me dijo.
—Te llamaré.
Belinda iba a decir algo pero se interrumpió. George miró entonces hacia a un lado, a la gente que había ido a presentar sus respetos, y ella aprovechó la oportunidad para inclinarse hacia mí y preguntar:
—?Lo has encontrado?
—?Cómo dices?