El accidente

—Ahora viene un pero. Lo veo venir.

 

Por un momento pensé en escaquearme, pero Sally merecía que le dijera la verdad.

 

—Yo diría que podrías encontrar a alguien mejor.

 

—Bueno —dijo Sally—. Vaya.

 

—Me has preguntado.

 

—Y tú has respondido. —Forzó una sonrisa y se dio una palmada en los muslos—. ?Tan duro ha sido?

 

—Bastante.

 

—Vamos, que ya sé a qué te refieres. Pero ?y si no encuentro a nadie mejor?

 

—No te menosprecies, Sal.

 

—Venga, mírame —dijo—. Mido algo así como dos metros diez. Soy una atracción de feria.

 

—Déjalo ya. Eres estupenda.

 

—Y tú, muy buen mentiroso. —Se levantó y se quedó unos instantes en la puerta—. Gracias, Glen.

 

Sonreí, después encendí el ordenador y busqué ?colegios de Milford? en Google. Al principio busqué cuáles eran los colegios públicos de primaria que quedaban más cerca de casa, apunté un par de posibilidades, y luego miré las escuelas privadas. Había varias católicas, pero no sabía qué probabilidades tendríamos de entrar en una de esas escuelas, teniendo en cuenta que nosotros no éramos católicos. No es que fuéramos algo en concreto. A Sheila y a mí nunca nos había gustado mucho ir a la iglesia, y nunca habíamos bautizado a Kelly, para horror de Fiona.

 

Anoté el nombre y el número de teléfono de unos cuantos centros más, pensando que podría hacer alguna llamada a lo largo del día, cuando tuviera un minuto. También le dejé un mensaje al director de Kelly. No para chivarme de los ni?os de su colegio que la llamaban ?Borracha?, pero sí para sondearlo sobre cuál era su opinión sobre cambiarla de centro, dado lo peculiar de su situación.

 

Después me acerqué en coche a la obra que quedaba más cerca, el garaje doble de Devon. El cliente, un agente de seguros retirado de unos sesenta a?os, tenía dos Corvette clásicos (uno de 1959 y un Sting Ray de 1963 con el parabrisas trasero dividido), pero le hacía falta un lugar donde poder guardarlos como es debido.

 

Era un trabajo sencillo. Sin sótano, sin más fontanería que un grifo para lavar los coches. Simplemente una estructura sólida con unidades de almacenaje y un banco de trabajo, una buena iluminación y muchas tomas de electricidad. El cliente había dicho que no quería puertas automáticas. No quería arriesgarse a que un día se volvieran locas y se cerraran aplastando uno de sus tesoros.

 

Cuando bajé de la furgoneta, Ken Wang se me acercó.

 

—?Cómo va eso, se?or G? Hoy tiene usted muy buen aspecto.

 

Uno nunca se acostumbra a ese trato sure?o.

 

—Gracias, KF. ?Qué tal va por aquí?

 

—De primera. Ya le digo, yo daría el pezón izquierdo por una de esas bellezas.

 

—Bonitos coches.

 

—Antes ha pasado un tipo por aquí, curioseando, y ha preguntado por usted.

 

—?Te ha dicho de qué se trataba?

 

—No. —Al tiempo que negó también con la cabeza—. Puede que fuera por una cuestión de trabajo, así que no se me vaya a pasear por ahí ni nada de eso. —Me sonrió.

 

Entré en el nuevo garaje para ver cómo iba la construcción. Las paredes interiores eran de pladur (encontré un sello en uno de los paneles que disipó todos los miedos de que pudieran estar hechas de ese material tóxico procedente de China), y Stewart se estaba preparando para pulir las junturas.

 

—Ha quedado bastante bien, ?eh? —dijo.

 

Después de darles a los dos algunas instrucciones sobre dónde instalar las unidades de almacenaje, volví a la furgoneta para servirme un poco de café del termo y hacer un par de llamadas. Un coche azul no muy grande se detuvo allí al lado y de él salió un hombre bajo con un traje azul y un sobre en la mano. A lo mejor era el tipo al que Ken había visto antes. Se acercó a la furgoneta y yo apreté el botón para bajar la ventanilla.

 

—?Glen Garber? —preguntó.

 

—Es lo que dice en la furgo —bromeé.

 

—Pero ?es usted Glen Garber?

 

Asentí.

 

Me entregó un sobre por la ventanilla y dijo:

 

—Queda usted notificado. —Entonces se volvió y se alejó.

 

Dejé la taza del termo en el salpicadero y abrí el sobre, saqué los papeles de dentro y los desdoblé. Un membrete de un despacho de abogados. Les eché un vistazo a aquellas líneas. Estaban escritas con un vocabulario legalista que apenas podía entender, pero capté el sentido general.

 

La familia Wilkinson me demandaba por quince millones de dólares. Negligencia. El quid de la cuestión era el siguiente: yo no había sabido ver el problema de mi mujer y no había intervenido, lo cual había causado en última instancia la muerte de Connor y Brandon Wilkinson.

 

Intenté leerla con más atención, pero empecé a verlo todo borroso. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Los cerré, incliné la cabeza hacia atrás, contra el reposacabezas.

 

—Muy bonito, Sheila.

 

 

 

 

 

Capítulo 20