El accidente

Aunque había tenido que recurrir a ese dinero durante las épocas de más escasez, había conseguido ahorrar la mayor parte. No quería que quedara registrado en ningún sitio, así que no lo ingresaba en el banco. Lo guardaba en casa, escondido debajo de una tabla de quita y pon del revestimiento de madera de mi despacho del sótano. Sheila y yo éramos los únicos que sabíamos que nuestro colchón —casi unos diecisiete mil dólares— estaba ahí escondido.

 

Aunque Doug no sabía cuánto había conseguido ahorrar ni dónde lo guardaba, sí sabía que había hecho bastante dinero que nunca había declarado. Igual que él, la verdad; pero al soltarme su amenaza sabía perfectamente que yo tenía más que perder: yo era el due?o de la empresa.

 

No es que le hubiera estafado millones al gobierno —yo no era Enron ni Wall Street—, pero sí me había embolsado unos cuantos miles a los que al fisco le habría encantado echarles mano. Si me descubrían y lograban demostrar que les debía dinero, ya encontraría la forma de pagar, con el tiempo.

 

Antes, sin embargo, me desbaratarían la vida. Me someterían a una auditoría y, cuando hubieran acabado con eso, auditarían también a Garber Contracting. Sabía que esos libros estaban limpios como una patena, pero demostrarlo seguramente me costaría varios miles de dólares en honorarios.

 

Sabía perfectamente lo que me diría mi padre si aún viviera. Me habría dicho algo así como: ?Quien siembra vientos, recoge tempestades?, o: ?No haberte metido en camisa de once varas?.

 

Y habría tenido razón.

 

Ese mismo sábado, un poco más tarde, fui a buscar mis herramientas y llamé al timbre de Joan Mueller. Parecía encantada de verme. Llevaba unos pantalones tejanos cortos y una camisa blanca de hombre con los faldones anudados por delante.

 

—Casi se me había olvidado —dije—. Lo del grifo.

 

—Pasa, pasa. No te preocupes por los zapatos, no hace falta que te los quites, no me importa, sabe Dios que si me preocuparan las alfombras no metería a media docena de ni?os en casa cada día, ?verdad? —Se rió.

 

—No, supongo que no —dije. Ya había estado antes en su casa y sabía cómo ir hasta la cocina. Había media botella de Pinot Grigio en la mesa de la cocina, y una copa de vino casi vacía no muy lejos de ella. Entre una y la otra, un número de Cosmopolitan.

 

—?Te apetece una cerveza? —preguntó Joan.

 

—No, gracias.

 

—?Seguro? —Abrió la nevera—. No creo que haya un hombre sobre la faz de la tierra al que no le guste una cerveza bien fría.

 

—?Es este? —pregunté, dejando la caja de herramientas en la encimera, junto al fregadero.

 

—Pues sí —contestó.

 

El grifo no goteaba.

 

—A mí me parece que está bien. —Abrí el agua fría, la cerré, luego hice lo mismo con la caliente.

 

—Es que va y viene —dijo Joan—. Lo hace y luego deja de hacerlo. No gotea durante todo el día, pero luego, cuando estoy en la cama, oigo que hace plin, plin, plin, y me vuelve loca hasta que bajo aquí abajo y aprieto más los mandos.

 

Llevaba mirando la salida del grifo casi un minuto entero y no había salido ni una sola gota.

 

—Parece que funciona bien, Joan. Si vuelve a gotear, avísame.

 

—Bueno, siento mucho que te hayas tomado tantas molestias. He quedado como una completa idiota. ?Por qué no te sientas un rato, de todas formas?

 

Tomé asiento a la mesa de la cocina, frente a ella.

 

—Bueno, Joan, háblame otra vez de esa conversación que tuviste con Sheila. Sobre Bain.

 

Hizo un gesto con la mano como para zanjar el tema.

 

—Tampoco fue para tanto.

 

—Pero le hablaste de él. De que su hijo te había dicho que pegaba a su mujer.

 

—Bueno, el peque?o Carlson no dijo eso exactamente, pero está claro que eso fue lo que interpreté yo.

 

—Y ?comentaste con Sheila si deberías llamar a la policía?

 

Joan asintió con la cabeza.

 

—Yo no tenía intención de hacerlo, pero ahora me pregunto si quizá no lo hizo ella. Aunque, bueno, Sheila nunca mencionó nada. —Me sonrió con compasión—. Supongo que, visto ahora con más perspectiva, la verdad es que ya no importa si lo hizo o no.

 

Lo pensé un momento.

 

—Supongo que no. Solo que puede que ese capullo siga pegando a su mujer, y quizá se pregunte si llamaste tú a la policía para denunciarlo. A lo mejor lo que deberías hacer es decirle que quieres tomártelo con más calma, encargarte de menos ni?os, y darle dos semanas para que encuentre otro sitio al que llevar a su hijo.

 

—No sé qué decirte —repuso—. Vamos, que se enterará de que solo lo he dejado a él. Y ?quién me dice a mí que, aunque ya no me encargue de cuidar a su hijo, no vaya a presentarse un día a ajustar cuentas conmigo si cree que he sido yo la que se ha ido de la lengua? —Se llenó la copa de vino—. Además, de todas formas solo voy a tener que seguir con el negocio una temporadita más. En cuanto llegue el dinero del acuerdo… ?Te lo he dicho?