El accidente

Alcancé una caja justo cuando otra persona —una mujer de treinta y muchos o cuarenta y pocos— decidió hacer lo mismo. Le acompa?aba un chico. Pelo oscuro, vaqueros, chaqueta tejana y zapatillas de deporte con líneas y espirales por todas partes. Le eché unos dieciséis o diecisiete a?os.

 

—Perdón —le dije a la mujer cuando nuestros codos chocaron—. Usted primero.

 

Entonces la miré y me fijé algo más. No tardé ni medio segundo en darme cuenta de quiénes eran ella y el chico que la acompa?aba.

 

Bonnie Wilkinson. Madre de Brandon y esposa de Connor.

 

Las dos personas que habían muerto cuando se estrellaron contra el coche de Sheila.

 

El adolescente que iba con ella debía de ser su hijo Corey. Tenía la mirada muerta, como si sus ojos hubieran agotado su reserva de lágrimas.

 

Ella llevaba una blusa y unos pantalones anchos que parecían venirle grandes, tenía la cara demacrada y gris. Abrió la boca y se quedó así al darse cuenta de quién era yo.

 

Hice retroceder mi carrito para esquivarlos a los dos. No necesitaba los Rice Krispies. No en ese preciso instante.

 

—Deje que me aparte de en medio —dije.

 

La mujer por fin encontró su voz, aunque a duras penas:

 

—Espere.

 

Me detuve.

 

—?Cómo dice?

 

—Recibirá su merecido —dijo—. Ya lo creo que lo recibirá.

 

Los ojos muertos de su hijo clavaron su mirada en mí. Dejé allí mi carrito a medio llenar y salí del supermercado.

 

Compré todo lo que necesitaba en el Super Stop & Shop y, en lugar de los Rice Krispies, busqué los ingredientes que creía que necesitaría para hacer una lasa?a. Sabía que no me saldría tan bien como a Sheila, pero al menos pensaba intentarlo.

 

Decidí no regresar a casa por el camino más recto y, así, aproveché para hacerle una visita a Doug Pinder.

 

Mi padre lo había contratado para trabajar en Garber Contracting más o menos por la misma época en que yo me licencié en Bates. Doug tenía por entonces veintitrés a?os, uno más que yo. Los dos trabajamos codo con codo durante a?os, pero siempre supimos que al final yo acabaría siendo el que se haría cargo de la empresa, aunque nadie esperaba que eso sucediera pronto.

 

Mi padre, que estaba supervisando la construcción de la casa de un rancho en Bridgeport, acababa de descargar de un camión dos docenas de tablas de contrachapado de tres y medio por siete cuando se sujetó el pecho con ambas manos y se desplomó en el suelo. Los de la ambulancia dijeron que había muerto antes de que su cabeza tocara la mullida hierba. Yo lo acompa?é en la ambulancia hasta el hospital, y por el camino le fui quitando briznas de su pelo gris, cada vez más escaso.

 

Mi padre tenía entonces sesenta y cuatro a?os. Yo tenía treinta. Nombré a Doug Pinder mi ayudante.

 

Doug era un buen colaborador. Su especialidad era la carpintería, pero sabía lo suficiente en materia de construcción como para supervisar el resto de departamentos y echar una mano siempre que hiciera falta. Así como yo era reservado, Doug era abierto y jovial. Cuando las cosas se ponían tensas en el trabajo, Doug sabía mucho mejor que yo qué decir y qué hacer exactamente para que todo el mundo siguiera animado. No sé qué habría hecho sin él durante todos estos a?os.

 

Sin embargo, en los últimos meses las cosas no le habían ido del todo bien. Ya no era el alma de la fiesta, no como antes, o al menos cuando lo intentaba se le veía tenso. Yo sabía que había estado sometido a mucha presión en casa, y no tardé en averiguar que era por motivos económicos. Hacía cuatro a?os, cuando Doug y su mujer, Betsy, se habían trasladado a una casa nueva, les habían concedido una de esas hipotecas basura: demasiado buenas para ser verdad, prácticamente sin dar nada de entrada. Después, hacía un a?o, cuando había llegado el momento de revisarla, sus cuotas mensuales habían pasado a ser más del doble.

 

Betsy había trabajado en el departamento de contabilidad de un concesionario local de General Motors que ya había cerrado. Después había encontrado un empleo de media jornada en una tienda de muebles de Bridgeport, pero debía de ganar apenas la mitad que antes, si es que llegaba.

 

El sueldo que yo le pagaba a Doug se había mantenido durante todo ese tiempo, pero aun así debía de estar con el agua al cuello, como mínimo. Lo más probable era que ya se estuviera ahogando. A pesar de que el negocio de la construcción y la reforma había bajado bastante, hasta el momento me había resistido a reducirles la paga a todos los que trabajaban para mí. Al menos, a los que tenía en plantilla, como Doug, Sally, Ken Wang y nuestro chico del norte de la frontera, Stewart.

 

Los Pinder tenían una casa de dos plantas revestida de madera en Roses Mill Road, cerca del Indian Lake. Sus dos coches (la ranchera Toyota de Doug con plataforma cubierta, que ya tenía unos diez a?os, y el Infiniti de leasing de Betsy) estaban aparcados en la entrada cuando dejé el mío frente a su casa.

 

Al ir a llamar a la puerta, oí que alguien hablaba a gritos allí dentro. Me quedé quieto un momento, escuché y, aunque pude captar el ambiente que reinaba dentro de esa casa —?feo?, fue la palabra que me vino a la mente—, no fui capaz de entender ninguna frase en concreto.