El accidente

Dos ni?as que iban a la misma clase, y las dos habían perdido a su madre con unas semanas de diferencia. Y aunque tampoco tenía intención de dedicarme en cuerpo y alma a eso que me había pedido Kelly —que descubriera lo que le había sucedido a Ann—, sí que por lo menos sentía curiosidad. ?Podría haber sido un ataque al corazón? ?Un aneurisma? ?Algo descabellado que la mató en cuestión de segundos? ?Habría sufrido algún accidente? ?Se había caído por la escalera? ?Se había tropezado en la ducha y se había partido el cuello? Si hubiese estado enferma, seguro que Sheila lo habría sabido y me lo habría dicho, ?no? Todo el mundo le contaba a Sheila sus problemas.

 

?Tendría Darren Slocum algún motivo para sentir por su mujer muerta el mismo desconcierto que me provocaba a mí la muerte de Sheila? ?Sustituiría la ira al dolor? A lo mejor sí, aunque no fuera el mismo caso. Si Sheila hubiese muerto repentinamente a causa de un derrame cerebral, puede que yo estuviera igual de furioso, solo que mi furia iría en otra dirección. En lugar de preguntarle a Sheila en qué narices estaba pensando, me reservaría esa pregunta para el gran tipo que está en los cielos.

 

—Es que sigo sin entenderlo, Sheila —dije—. ?Cómo lo conseguiste? ?Cómo pudiste ocultarme un problema así con el alcohol?

 

No hubo respuesta.

 

—Tengo cosas que hacer. —Lancé lo que quedaba de café a la hierba.

 

Decidí aprovechar bien el día. Con Kelly entretenida, yo podría ir a la oficina y adelantar ese tipo de trabajo del que me resultaba imposible ocuparme durante la semana. Podría ordenar un poco, cambiarles las hojas a unas cuantas sierras, asegurarme de que nadie se había llevado ninguna herramienta. Podría escuchar los mensajes de voz atrasados y quizá incluso devolver algunas llamadas, en lugar de dejárselo todo a Sally para la ma?ana del lunes. Lo más probable es que todas las llamadas fueran de clientes, preguntándose por qué no avanzaban más deprisa sus obras. No había muchos proyectos que consiguieran acabarse en el tiempo previsto, a pesar de que nosotros siempre teníamos la mejor intención. Coordinar a diferentes especialistas —fontaneros, alicatadores, electricistas, y eso solo para empezar— era muy parecido a montar una cadena de dominó. Si conseguías colocar todas las piezas en orden y a su debido tiempo, todo caía en su lugar. Pero nunca sucedía así. Los proveedores no se presentaban en las fechas acordadas. Los trabajadores se ponían enfermos. La gente te llamaba para que volvieras a obras que creías que ya habías terminado.

 

Uno hacía lo que podía.

 

Cuando me estaba levantando de la tumbona, oí la puerta de un coche cerrarse en la parte delantera de la casa. Di la vuelta por el camino lateral y vi una ranchera blanca que reconocí, aparcada al final de mi camino de entrada. ?Electricidad Theo?, se leía pintado a plantilla en la puerta, y Theo en persona, un tipo enjuto de unos treinta y tantos, que, con su metro ochenta y dos, me sacaba a mí unos diez centímetros en cuestión de altura, salió entonces de detrás del volante.

 

La puerta del acompa?ante se abrió un segundo después, y de allí bajó Sally. Ella tenía veintiocho a?os, con el pelo de un rubio sucio y una complexión de huesos grandes, pero no gorda. Cuando estaba en el instituto se había dedicado a la gimnasia y el atletismo y, a pesar de que ya no era la atleta que había sido entonces, todavía corría cinco kilómetros todas las ma?anas y podía echarnos una mano para descargar algún camión de material cuando hacía falta. Era un par de centímetros más alta que yo, y le gustaba bromear diciendo que, si no le daba una buena paga extra en Navidad, siempre podía darme una paliza. A mí no me hacía mucha gracia admitir que tenía posibilidades de conseguirlo.

 

Tenía una cara bonita y sonrisa de ganadora, y llevaba trabajando para mí casi una década. Hacía unos a?os, cuando acababa de cumplir los veinte y buscaba ingresos extra, muchas veces venía a casa a cuidar de Kelly, pero al cabo de poco tiempo llegó a la conclusión de que ya era demasiado mayor para hacer de canguro, así que empezó a aceptar algún que otro turno de camarera en el Applebee’s.

 

Theo y ella llevaban saliendo un a?o más o menos y, aunque a mí me parecía algo pronto, Sally ya había estado hablando de matrimonio en la oficina. No era asunto mío intentar disuadirla de algo así, pero tampoco había hecho nada para animarla más. Mi opinión sobre Theo Stamos había caído en picado durante las últimas semanas, incluso antes del incendio. Aunque al chico no le faltaba encanto, también era conocido por no presentarse en los sitios cuando había dicho que iría, y su trabajo era muchas veces chapucero. Desde el incendio, yo no había vuelto a llamarlo para ninguna obra; sentía no haberme desprendido antes de él. Del parachoques trasero de su ranchera colgaba eso que llamaban ?pelotas de furgoneta? —unos testículos de goma que habían causado un furor inexplicable en los últimos a?os— y que a mí me provocaban ganas de coger un par de podaderas y realizar una castración.

 

—Theo —dije—. Hola, Sally.

 

—Yo ya le he dicho que no tendríamos que hacer esto —repuso ella, moviéndose deprisa para colocarse entre Theo y yo.

 

—Será cuestión de un minuto —dijo Theo. Avanzó a grandes pasos hacia mí con los brazos colgando ociosamente a los lados—. ?Qué tal te va todo, Glen?

 

—Bien —respondí vagamente.

 

—Siento venir a fastidiarte el sábado, pero estábamos por aquí cerca y me ha parecido un momento tan bueno como cualquier otro.