Sommer se acercó al coche, cerró la puerta del acompa?ante, después dio la vuelta, se sentó en el asiento del conductor y se dispuso a ponerlo en marcha.
—Pero ?qué…?
Las llaves que había dejado en el contacto ya no estaban allí. Abrió la puerta para activar la luz interior y ver si se habían caído en la alfombrilla del suelo.
Más sirenas.
—?Me cago en todo! —dijo.
Volvió a salir del coche y se acercó a grandes pasos hasta Slocum, que seguía aferrándose el estómago como si de este modo pudiera mantenerse entero.
—Las llaves. Dame las llaves.
—Que te jodan —dijo Slocum.
Sommer se arrodilló y empezó a rebuscar en los bolsillos de Slocum. Sus manos quedaron embadurnadas de sangre.
—?Dónde co?o están? ?Dónde las tienes?
En cierto momento levantó las vista hacia la casa de los Morton.
Tambaleándose, sosteniendo la pistola con una mano y presionándose el hombro con la otra, Rona Wedmore apareció por la puerta. Miró hacia atrás, al interior de la casa, y gritó: —?Quédense ahí dentro!
Sommer pensó que las cosas no podían ir peor.
Entonces, una furgoneta dobló la esquina y empezó a acercarse por la calzada.
Capítulo 53
Antes aún de salir de mi casa, yo ya había decidido que pasaría por casa de Belinda después de ir a ver a Sally.
Me sentí mal al irme de allí. Todo me decía que estaba a punto de perderla, como empleada, pero también como amiga. Sin embargo, no había podido evitar preguntarle qué podría haber querido decir Theo al escribirme que sentía lo de Sheila.
No era una tarjeta formal de condolencia. Ahí había algo más.
Mientras regresaba a mi furgoneta, no hacía más que reflexionar sobre las posibles conexiones. Era lógico pensar que Theo podía haberles comprado esas piezas falsas a Darren y Ann Slocum…, suponiendo que no hubiera sido Doug el que las había conseguido. Y los problemas de Darren y Ann estaban muy relacionados con los de Sheila y los míos.
Pero no conseguía imaginar cómo.
Supuse que me iría bien ir a ver a Belinda, y luego le haría una visita a Slocum. No sabía exactamente qué iba a preguntarles ni qué enfoque quería darle a cada una de las preguntas. Sobre todo a las dirigidas a Slocum. La última vez que lo había visto había sido en la funeraria, cuando le había tumbado de un pu?etazo.
Al doblar la esquina de Cloverdale Avenue y acercarme a la casa de los Morton, enseguida me di cuenta de que algo no iba bien.
Una mujer de color acababa de salir por la puerta. Medio tambaleándose. Se presionaba el hombro derecho con la mano izquierda y con la otra agarraba una pistola.
Entonces vi que era la detective Rona Wedmore, de la policía de Milford. Seguramente, el coche que había aparcado enfrente, en mi lado de la calle, era el suyo.
Unas tres casas más allá de la de los Morton vi un Chrysler 300 negro junto a la acera, aparcado en dirección a mí. Era el mismo tipo de coche que conducía Sommer cuando se había pasado por mi casa el día anterior por la ma?ana, preguntando por el dinero. La puerta del conductor estaba abierta, pero no vi a nadie al volante.
Entonces distinguí a un hombre arrodillado en la hierba, en el límite entre la acera y el bordillo, un poco por delante del Chrysler. Al girar con la furgoneta en dirección al bordillo, la luz de mis faros cayó sobre él, y vi que estaba inclinado encima de algo. Era otra persona, en el suelo, y parecía herida.
El hombre que estaba de rodillas era Sommer. No logré reconocer al hombre herido, pero Sommer le estaba registrando los bolsillos como si buscara algo.
Detuve la furgoneta y abrí la puerta.
Rona Wedmore estaba mirando hacia mí y, en cuanto puse un pie en el suelo, gritó:
—?No! ?Atrás!
—?Qué ha pasado? —pregunté, todavía protegido por la puerta de mi vehículo.
En ese momento miré mejor a Wedmore, que estaba de pie bajo la luz del porche de la casa de los Morton, y vi el rojo de la sangre fluyendo por entre los dedos de su mano, con la que seguía presionándose el hombro. Se apoyó un instante contra un poste, después empezó a bajar los escalones y apartó la mano de la herida para coger la barandilla.
Oí un coro de sirenas.
Wedmore, que ya había llegado al último escalón, hizo un gesto con el arma en dirección a Sommer y me gritó:
—?Apártese de ahí! ?Va armado!
En ese momento, Sommer levantó la pistola y apuntó con ella a la detective. Apenas oí el disparo, pero la barandilla de madera a la que un segundo antes se agarraba se hizo astillas.
Sommer registró otra vez a aquel hombre, encontró algo y corrió hacia la puerta abierta del Chrysler.
Volví la mirada hacia mi furgoneta. Allí, asomando apenas por debajo del asiento, estaba la bolsa de papel. Todavía no me había deshecho de la pistola que me habían entregado los chicos.