El accidente

 

Rona Wedmore se había ido a casa con dos Big Macs y una ración grande de patatas fritas. Ningún refresco de cola y ningún batido. En casa tenían bebidas, en la nevera. Era una tontería pagar a precio de restaurante algo que ya tenías en casa. Y, además, en los McDonald’s no vendían cerveza.

 

Aparcó en la entrada de su casa de Stratford y entró.

 

—Ya estoy aquí —exclamó—. Y traigo hamburguesas.

 

No hubo respuesta, pero la detective Wedmore no se preocupó por ello. Oía la televisión encendida, y sonaba como si estuvieran dando un episodio de Seinfeld.

 

A Lamont le encantaba Seinfeld. Rona esperaba que algún día llegara incluso a reírse durante algún episodio.

 

Se quitó la pistola del cinturón y la guardó bajo llave en el cajón de una cómoda que había en el cuarto de invitados y que ella utilizaba como despacho. Aunque no fuera a estar en casa más que un rato, siempre se quitaba el arma y la guardaba en un lugar seguro.

 

Una vez hecho eso, entró en la cocina y la cruzó en dirección a una peque?a habitación que había en la parte de atrás de la casa, la que habían arreglado antes de que destinaran a Lamont. No era muy grande, pero sí lo suficiente para un canapé, una mesita de café y un televisor. Pasaban mucho tiempo juntos ahí dentro. Lamont pasaba casi todo su tiempo allí.

 

—Hola, cielo —dijo Rona al entrar con la bolsa marrón de comida para llevar. Se inclinó y le dio a su marido un beso en la frente. él siguió mirando hacia delante, contemplando las aventuras de Jerry, Elaine, George y Kramer—. ?Quieres una cerveza con la cena? —Lamont no dijo nada—. Pues que sea una cerveza.

 

Dejó dos bandejas en la mesita, delante del canapé, después volvió a la cocina. Puso los dos Big Mac en sendos platos y repartió la ración grande de patatas fritas entre los dos. En el plato de Lamont sirvió un poco de kétchup. A ella nunca le había gustado demasiado el kétchup con las patatas fritas. Las prefería solo con sal.

 

Dejó los platos en las bandejas y luego entró otra vez en la cocina. Llenó un vaso con agua del grifo y sacó una cerveza de la nevera. Volvió a la sala de la tele. Lamont no había empezado su hamburguesa ni había probado una sola patata frita. Siempre la esperaba. últimamente no estaba muy por la labor de decir ?por favor? o ?gracias?, pero nunca empezaba a comer hasta que ella se sentaba con él.

 

Rona Wedmore dio un bocado a su Big Mac. Lamont hizo lo mismo.

 

—De vez en cuando —dijo ella— esto sienta de maravilla. ?No te parece?

 

El médico había dicho que, aunque Lamont no tuviera nada que decir, eso no significaba que no quisiera que ella hablara con él. Rona hacía ya meses que se había acostumbrado a mantener esos soliloquios. Deseaba que Lamont se hartara tanto de oírla parlotear sin parar sobre su trabajo, sobre el tiempo y sobre si Barack conseguiría hacerse con la reelección que, finalmente, un día se volviera y le dijera algo como: ?Por lo que más quieras, ?no podrías callarte un poco??.

 

Cómo le gustaría eso.

 

Lamont hundió una patata frita en el kétchup y se la metió entera en la boca. Miró cómo Kramer abría la puerta de golpe y se colaba en el apartamento de Jerry.

 

—Nunca me canso de verle hacer eso —dijo Rona—. Siempre me parto de risa.

 

Cuando llegaron los anuncios, le explicó qué tal le había ido el día.

 

—Es la primera vez que he tenido que investigar a un agente —dijo—. Tengo que andarme con pies de plomo con todo este asunto, pero ese tipo me da muy mala espina. No tiene ni la más mínima curiosidad por saber cómo murió su mujer. ?Tú qué crees?

 

Lamont se comió otra patata.

 

El médico había dicho que podía salir de aquel estado dentro de un día, dentro de una semana o dentro de un a?o.

 

O puede que nunca.

 

Pero al menos podía estar en casa. Era autónomo, más o menos. Era capaz de ducharse, vestirse solo, prepararse un bocadillo. Rona podía incluso llamar por teléfono, y él miraba el identificador de llamadas y, si era ella, cogía el auricular para oír lo que quería decirle. Siempre que Rona no necesitara que Lamont contestara nada, la cosa iba bien.

 

A veces simplemente llamaba para decirle que lo quería.

 

Y se encontraba con el silencio al otro lado de la línea.

 

—Te oigo, cielo —le decía entonces—. Yo también te oigo.

 

Siendo detective de la policía, Rona había visto muchísimas cosas. Al estar destinada en Milford, puede que no se encontrara muy a menudo con la clase de cosas que acostumbran a encontrarse los policías de Los ángeles, Miami o Nueva York, pero sí que había visto lo suyo.

 

Sin embargo, era incapaz de imaginar lo que habría presenciado Lamont allí, en Irak. Otros le habían explicado lo sucedido (lo de los escolares iraquíes, lo de que sin querer se habían encontrado encima de aquel artefacto explosivo improvisado), pero aun así ella seguía sin hacerse a la idea.