El accidente

George puso los dedos sobre la rueda, pero vio que le temblaban.

 

—No… No sé si podré hacerlo.

 

Sommer suspiró. Asió a George con la mano izquierda en lugar de con la derecha y después lo apartó de en medio para poder girar la rueda él mismo. Su mano estaba firme como una roca.

 

—La combinación.

 

—Vale, vale, vale. Dale un par de vueltas hacia la derecha, y luego a la izquierda hasta el veinticuatro, derecha al once…

 

No me lo puedo creer, pensó Belinda. Ha puesto mi cumplea?os.

 

Justo cuando George estaba a punto de decir el tercer número, que a esas alturas Belinda ya era capaz de adivinar, se oyó un timbre en la habitación.

 

Un teléfono móvil.

 

Belinda dejaba el suyo encendido siempre que estaba en casa, pero no era su tono de llamada. George siempre apagaba el suyo cuando no estaba fuera. Así que tenía que ser el de Sommer. Sin embargo, con una mano encima de George y la otra todavía girando la rueda, no le quedaba otra que dejarlo sonar.

 

La puerta del conductor se abrió. Slocum entrecerró los ojos para intentar distinguir quién era.

 

La persona empezó a cruzar la calle.

 

—Ponte debajo de la luz, ponte debajo de la luz —susurró Slocum con los dientes apretados.

 

Fue como si alguien atendiera sus súplicas. Por un instante, la persona en cuestión se detuvo bajo una farola. Todavía miraba en dirección a la casa, pero Slocum pudo ver entonces de quién se trataba.

 

—?Mierda, no! —exclamó, y buscó en su bolsillo para sacar el móvil. Lo abrió enseguida, marcó el número de Slocum y le dio al botón de llamada—. Cógelo, cógelo, cógelo.

 

Sommer giró la rueda hasta el último número, oyó cómo la palanca caía en su sitio y abrió la puerta de la caja. Para cuando hubo conseguido todo eso, el teléfono había dejado de sonar. Soltó la camisa de George y alcanzó el sobre lleno de billetes.

 

—Por fin —dijo.

 

George vio entonces su oportunidad y quiso escapar. Pero no fue lo bastante rápido para Sommer, que dejó el sobre, se volvió, lo agarró del brazo y lo lanzó contra el sillón de oficina de cuero, que se escoró cuando George aterrizó sobre él.

 

Sommer buscó algo dentro de su chaqueta y sacó una pistola. Apuntó a George con ella y dijo: —No hagas el imbécil.

 

Pero Belinda se había puesto a gritar nada más ver el arma, así que George apenas pudo oír la advertencia de Sommer.

 

Y ninguno de ellos oyó el timbre de la puerta.

 

 

 

 

 

Capítulo 49

 

 

En cuanto Betsy y su madre se marcharon, subí al cuarto de ba?o del piso de arriba y me lavé la cara con un poco de agua. Me miré en el espejo, vi las bolsas que tenía bajo los ojos. Si alguna vez había estado tan hecho polvo, no recordaba cuándo.

 

Salí del ba?o y me senté en el borde de la cama que había compartido con Sheila. Recorrí la colcha con la mano, por el lado en el que solía dormir ella. Ahí era donde nos tumbábamos para descansar todas las noches, donde habíamos compartido nuestras esperanzas y nuestros sue?os, donde habíamos reído y llorado, donde habíamos hecho el amor, donde habíamos concebido a Kelly.

 

Puse los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos y me quedé así unos instantes. Sentía las lágrimas que asomaban a mis ojos, pero me negué a dejarlas salir. Aquel no era el momento.

 

Respiré profundamente unas cuantas veces, contuve el dolor, el sufrimiento, la pena.

 

—Contrólate, gilipollas —dije—. Tienes cosas que hacer, ir a ver a gente.

 

No estaba del todo seguro de qué cosas podían ser esas ni de qué gente. Pero no podía quedarme sentado sin hacer nada. No pensaba quedarme sentado mientras Rona Wedmore se comía su Big Mac con patatas fritas y luego se iba a dormir y esperaba hasta la ma?ana siguiente para ponerse a investigar lo que le había contado. Yo quería respuestas ya, y para ello tenía que ponerme en marcha, seguir investigando.

 

Tenía que saber qué le había ocurrido a Sheila.

 

Sabía lo que me diría ella en ese instante si pudiera: ?Haz una de tus listas?.

 

Yo siempre tenía una libreta y un boli en la mesita, junto a la cama, para las ocasiones en que me despertaba en plena noche pensando cosas como: tal día van a llegar las encimeras a casa de los Bernstein, tengo que asegurarme de que los tíos de los armarios hayan acabado su trabajo, y lo anotaba para que no se me olvidase.

 

Cuando puse el boli sobre el papel, descubrí que no estaba confeccionando tanto una lista de cosas por hacer como una de preguntas que seguían sin respuesta.

 

?Qué había hecho Sheila durante sus últimas horas? ?Cómo se había emborrachado de aquella manera? ?La asesinaron, como yo estaba convencido de que había sucedido? Y, si la muerte de Sheila había sido un asesinato, ?quería eso decir que también a Ann la habían asesinado?