No sabía muy bien adónde me llevaba todo aquello, por qué sospechaba de Betsy como culpable de… algo. Seguramente tenía que ver con su aparente falta de preocupación por lo que le estaba pasando a Doug. Ni siquiera había ido a verlo desde que lo habían detenido. Parecía satisfecha aceptando la versión de los hechos que daba la policía.
Igual que Darren Slocum, a Betsy Pinder no le interesaba poner nada en duda. Las cosas ya le parecían bien tal como estaban.
Capítulo 48
Sommer detuvo el Chrysler a media manzana de la casa de Belinda Morton, apagó los faros y paró el motor.
Slocum, en el asiento del acompa?ante, dijo:
—Tengo que preguntarte una cosa.
Sommer lo miró.
—Dime que no intentabas matar a la ni?a de Garber. Cuando disparaste contra su ventana.
Sommer movió la cabeza con cansancio.
—Fueron unos chicos los que dispararon desde un coche en marcha. Pasaron por delante cuando yo estaba allí aparcado. Después de eso ya no era seguro quedarme por las inmediaciones, así que fui a ver a Garber a la ma?ana siguiente.
—Joder, y ?no podrías habérmelo dicho antes? Todo este tiempo he creído que habías estado a punto de matar a la mejor amiga de mi hija.
—Y, aun así, aquí estás, haciendo negocios conmigo —dijo Sommer.
—?Y ese Twain? ?Lo…?
Sommer levantó una mano.
—Ya basta. ?Vienes conmigo?
—No —dijo Slocum—. Mientras me des mi parte, no tengo por qué entrar.
Sommer bajó del coche y dejó las llaves en el contacto. La alarma acústica saltó un momento, a la vez que se encendía la luz interior. Slocum observó a Sommer mientras caminaba con decisión hacia la casa de los Morton. A juzgar por la silueta que se recortaba a la luz de las farolas, Sommer parecía la personificación de la muerte, se dijo.
George Morton estaba sentado en el salón, viendo La jueza Judy en un televisor de plasma de cuarenta y dos pulgadas.
—Cari?o, ven a ver esto —dijo—. Judy le está dando un buen repaso a esta mujer.
Esa noche, en el programa de juicios en directo tenían a una madre que ofrecía un millón de excusas en defensa del mentecato de su hijo, que se había llevado el coche de la familia sin permiso a una fiesta en la que había un montón de menores bebiendo alcohol. Uno de los amigos borrachos del hijo había cogido el coche para ir a dar una vuelta y lo había dejado en siniestro total, y ahora la madre pretendía que los padres del otro chico pagaran los da?os, sin querer reconocer que, si su propio hijo no se hubiera llevado el coche y no hubiera dejado que lo condujera un amigo borracho, nada de eso habría ocurrido.
—?Vienes o no? No estarás enfadada todavía, ?verdad? Escucha, cari?o, quiero hablar contigo de una cosa.
Belinda estaba en la cocina, de pie junto a la encimera comprobando varios documentos de la inmobiliaria, incapaz de concentrarse absolutamente en nada. ?Enfadada? ?Creía que estaba ?enfadada?? Más bien sentía una ira asesina. Sommer esperaba su dinero y el capullo de su marido seguía aferrándose a él con tozudez; lo tenía guardado en la caja fuerte de su estudio y se negaba a entregárselo hasta que ella le confesara para qué era. George no hacía más que decirle que esas transacciones tan grandes con dinero en efectivo eran muy poco responsables. Al fin y al cabo, decía, no estaba haciendo negocios con delincuentes.
Belinda había intentado abrir la caja mientras él estaba en el ba?o. Había probado con los números de su tarjeta de la Seguridad Social, con la matrícula de su coche, su cumplea?os, incluso el cumplea?os de su madre (que nunca se le olvidaba, ni siquiera durante los a?os en los que sí había olvidado el de Belinda), pero aún no había dado con la secuencia correcta.
Así que estaba en la cocina una vez más, intentando discurrir una nueva estrategia. Algo más ingenioso. Bajaría al sótano, sacaría un martillo de la caja de herramientas de su marido y luego lo invitaría a pasar a su estudio. Allí se la encontraría junto a aquella maqueta de un galeón que George había tardado unas doscientas horas en construir hacía varios a?os, y amenazaría con convertirlo en un millón de astillas si no le abría aquella maldita caja fuerte en ese mismo momento y le devolvía el sobre con los billetes. él jamás permitiría que destruyera esa maqueta; y ella estaba dispuesta a hacerlo, no tenía la menor duda. La machacaría hasta que no fuera más que un montoncito de mondadientes.
—?Me has oído, cielo? Quiero hablar contigo de una cosa —exclamó George.
Ella entró en el salón. George cogió el mando a distancia, alargó el brazo y dejó a la jueza Judy sin voz. Debe de ser algo muy importante, pensó Belinda. También se preguntó: ?qué se ha hecho George en la mu?eca? Era la primera vez que lo veía. Desde hacía unos días estaba muy recatado, no había dejado que lo viera desnudo y solo se ponía camisas de manga larga.
—He estado pensando en esa demanda que la mujer de Wilkinson ha interpuesto contra Glen —dijo.