Y suponía que Lamont tampoco.
Cuando su marido acabó de comerse la hamburguesa y las patatas, Rona llevó los platos a la cocina y recogió las bandejas que usaban para comer delante de la tele. Luego volvió a sentarse junto a él en el sofá.
—Voy a tener que salir un rato —le dijo—. No creo que tarde mucho. Es que hoy he hablado con ese hombre, el de la mujer que murió en un accidente de tráfico hace unas semanas, y ese tipo y su hija… No creerías la de mierda por la que han pasado. Está convencido de que hay algo turbio en cómo murió su mujer. Y yo también lo creo.
Lamont cogió el mando a distancia y se puso a pasearse por los canales.
—Aunque le he dicho que no pensaba hacer nada con todo lo que me ha contado hasta ma?ana, voy a intentar hablar con una persona esta noche. ?Te parece bien que salga un rato?
Lamont aterrizó en un episodio de Star Trek. La original, con Kirk y Spock.
Rona le dio otro beso en la frente. Volvió a colocarse el arma en el cinturón, se puso la cazadora y salió por la puerta.
Cruzó de nuevo el puente para entrar en Milford, pasó por el concesionario de Riverside Honda, que todavía estaba en plena reconstrucción después de aquel incendio, luego condujo en dirección al barrio de Belinda Morton y aparcó en la calle, delante de su casa. Se quedó un momento mirándola antes de bajar del vehículo. Comprobó la calle con rapidez, algo que hacía siempre por pura costumbre. Vio un Chrysler oscuro aparcado unas cuantas casas más allá.
Todo estaba en silencio.
Caminó hasta la puerta y tocó el timbre.
En cierta forma resultó cómico: nada más apretar el interruptor, en el interior de la casa se oyó un grito, como si lo hubiera provocado ella con el timbre.
Rona hizo tres cosas en una rápida sucesión. Sacó su teléfono, apretó un botón, dijo: ?Agente necesita refuerzos?, y recitó la dirección de un tirón. El teléfono volvió a su bolsillo, la pistola salió de su cinturón.
Esta vez, en lugar de llamar al timbre, cerró el pu?o y golpeó la puerta.
—?Policía! —gritó.
Pero la mujer de dentro seguía gritando.
Wedmore no podía permitirse el lujo de esperar a los refuerzos. Intentó abrir la puerta, vio que no estaba cerrada con llave y la empujó de un golpe, retirándose del umbral con un paso a la vez que lo hacía. Con cuidado, asomó la cabeza con las dos manos en la pistola, los brazos muy pegados al cuerpo. No había nadie en el vestíbulo.
Los gritos habían cesado, pero entonces una mujer, seguramente la misma a la que ya había oído, suplicó:
—?Por favor, no lo mates! Por favor. Coge el dinero y vete ya.
Una voz masculina:
—Dame el sobre.
Wedmore siguió las voces. Pasó por el comedor, luego por una sala con un televisor enorme colgado de la pared, algo torcido, la pantalla reventada.
Y entonces una segunda voz de hombre suplicó:
—?Lo siento! Lo siento. ?Cógelo!
Wedmore consideró qué opciones tenía. ?Mantener su posición en el vestíbulo hasta que llegara la ayuda? ?Gritar desde allí mismo que la policía estaba en la casa? ?O directamente…?
La mujer volvió a gritar.
—?No le dispares! ?No!
Wedmore parecía haberse quedado sin opciones. Cruzó la puerta y en un nanosegundo se hizo due?a de la situación.
La sala era un estudio. En el extremo más alejado, un amplio escritorio de roble. Paredes recubiertas de estanterías cargadas de libros. Hacia la derecha, una ventana que daba al jardín de atrás.
En la pared que había detrás del escritorio se veía un cuadro colgado de bisagras y una caja fuerte empotrada, abierta.
Una mujer, a la que Rona Wedmore reconoció como Belinda Morton, estaba de pie a un lado con la cara descompuesta por el horror. Un hombre de mediana edad, que Wedmore creyó que debía de ser George Morton, algo calvo y con toda la cabeza ensangrentada, estaba arrodillado y levantaba la mirada hacia el ca?ón de un arma. El que le apuntaba con aquella pistola era un hombre esbelto, bien vestido, con el pelo negro y reluciente. Wedmore no lo conocía.
Con los brazos bien estirados ante sí y las dos manos en la pistola, la detective gritó con una voz que apenas reconoció como la suya:
—?Policía! ?Suelte el arma!
El hombre fue más rápido de lo que ella había previsto. Estaba frente al marido de Belinda Morton y, apenas un segundo después, todo su torso se había vuelto y miraba directamente a Wedmore.
También la pistola se había movido. El ca?ón era de pronto poco más que un punto negro ante los ojos de Rona.
La detective se lanzó hacia la derecha al mismo tiempo que volvía a gritar:
—?Suelte…!
Apenas oyó el pffft.
Sin duda lo sintió, eso sí.
Consiguió contestar con otro disparo, pero no tuvo ocasión de ver si había dado en el blanco.
Wedmore se desplomó.
Capítulo 52
Sentado en el Chrysler que aguardaba en la calle, Darren Slocum oyó el disparo.