Sí había una cosa de la que Twain estaba seguro: Slocum y su difunta esposa eran como el eje de una rueda. Habían comprado toda clase de mercancía para distribuirla en esa zona de Connecticut. Ann vendía los bolsos, había un par de personas que se encargaban de los medicamentos y los revendían, e incluso habían probado con algún que otro material de construcción, por lo menos cosas que eran fáciles de mover, como las piezas eléctricas. Nada de pladur tóxico.
No es que a Twain no le importara todo ese otro material, pero quienes pagaban su cuenta eran las compa?ías de moda. Si seguir la pista de los fármacos lo llevaba hasta los bolsos falsos, magnífico; aunque no le pagaban para que se preocupara de todas esas otras falsificaciones. Una vez, siguiendo la pista de unos Fendi de imitación, se había encontrado con un laboratorio de copias ilegales de DVD en el sótano de una casa de Boston. Allí tostaban unas cinco mil copias de películas al día, algunas de ellas aún en cartelera. Twain llamó a las autoridades que se ocupaban de ese tema, y en menos de una semana ya habían desmantelado aquel tinglado.
Estaba redactando un correo electrónico, contestando a su oficina sobre cómo se iba desarrollando su investigación, cuando alguien llamó a la puerta.
—?Un momento! —exclamó. Dejó el portátil a un lado y puso sus pies con calcetines en el suelo. Seis pasos después ya había llegado a la puerta y miró por la mirilla. No se veía nada más que negro. Twain no había mirado antes por esa mirilla. A lo mejor estaba rota, o a lo mejor habían pegado un chicle por la parte de fuera. Era la clase de hotel en la que alguien podría hacer eso y el personal de limpieza no se daría ni cuenta.
O a lo mejor había alguien tapándola con un dedo.
—?Quién es? —preguntó.
—Glen Garber.
—?Se?or Garber?
No recordaba haberle dicho a Garber en qué hotel estaba alojado. Ni siquiera se había registrado aún allí cuando había ido a verle. Sí que le había dado una tarjeta, de eso estaba seguro. Así que ?por qué no le había llamado por teléfono, en lugar de seguirlo hasta el hotel?
A menos que hubiera algo que quisiera contarle y no creyera seguro comentar por teléfono.
Si es que era Garber.
—?Podría separarse un poco de la puerta? —preguntó Twain, volviendo a acercar un ojo a la mirilla—. No le veo bien.
—Sí, claro —dijo el hombre del otro lado—. ?Qué tal así?
La mirilla seguía negra. Lo cual quería decir que no funcionaba, o que aquel hombre seguía tapándola con el dedo.
—?Me da un minuto? —preguntó el detective—. Acabo de salir de la ducha.
—Sí, no hay problema —dijo la voz.
El maletín de Twain estaba en la mesa. Lo abrió, metió la mano en el compartimento que había bajo la tapa, sacó una pistola de ca?ón corto, sintió su peso tranquilizador en la mano derecha. Miró a sus zapatos, en el suelo, junto a la cama, y pensó en ponérselos, pero decidió no perder el tiempo en eso. Regresó a la puerta, volvió a comprobar la mirilla.
Todavía negra.
Descorrió la cadena de seguridad con la mano izquierda y giró la manilla lentamente.
Todo sucedió en cuestión de segundos.
La puerta se le vino encima con una fuerza increíble. Si no hubiera hecho más que golpearle el cuerpo, ya habría sido bastante horrible; pero es que, además, la parte inferior del batiente trituró los dedos del descalzo pie izquierdo de Twain, que soltó un grito de dolor mientras se desplomaba sobre la moqueta.
Una figura entró en la habitación. Silenciosa y rápida. Twain nunca lo había visto en persona, pero al instante supo de quién se trataba. Y vio también que Sommer llevaba guantes en las manos, y que una de ellas sostenía un arma.
De alguna forma, a pesar del dolor, Twain consiguió aferrar la suya. Bajo su espalda notaba esa moqueta industrial que parecía un montón de orugas aplastadas; sus piernas estaban extendidas en una posición extra?a. Twain movió el brazo con rapidez, desesperado por descerrajarle un tiro a Sommer.
Pffft.
Twain sintió algo caliente debajo del brazo derecho y dejó caer la pistola. Quiso alcanzarla otra vez, pero ese nuevo dolor era muy diferente al dolor que sentía en el pie. Le había chupado la fuerza de manera instantánea.
Sommer se acercó a él y le clavó un pie en la mu?eca para asegurarse de que no alcanzara la pistola. Twain levantó la mirada hacia el ca?ón del arma de Sommer, vio el silenciador instalado en el extremo.
Pffft.
El segundo tiro fue directo a la frente del detective. Un par de temblores y luego nada más.
Sonó el móvil de Sommer, que guardó la pistola y sacó el teléfono.
—?Sí?
—?Qué estás haciendo? —preguntó Darren Slocum.
—Ocupándome de ese asunto del que me hablaste.
Slocum dudó un momento, como si fuera a preguntarle, pero luego cambió de opinión.
—Dijiste que ibas a casa de Belinda a recuperar el dinero, que Garber había dicho que se lo devolvería antes de que acabara el día.
—Sí. La he llamado. Me ha dicho que tiene el dinero, pero que hay un problema. No sé qué de su marido. —Sommer miró hacia abajo y se apartó del cadáver dando un paso. La sangre fluía y él no quería mancharse los zapatos.
—Sí, es George. Puede llegar a ser un cabrón muy pedante.
—No hay problema.
—Voy contigo. Si Belinda tiene ese dinero, ocho de los grandes me los debe a mí. Y tengo que pagar un funeral.
Capítulo 46