El accidente

—Fui a verla a su casa.

 

Me debatí sobre si debía contarle la incómoda verdad acerca de la relación de George Morton con Ann Slocum y decirle que ella lo había estado chantajeando. En ese momento, retener esa información era mi única forma de presionar a Morton para que Belinda se retractara de sus declaraciones acerca de Sheila. Sopesé si debía ser completamente franco con Wedmore o si era mejor salvaguardar el futuro económico de mi hija y el mío, y decidí, al menos por el momento, velar por mi propio interés. Sin embargo, en cuanto descubriera que los juegos de esposas de Morton tenían algo que ver con la situación de Sheila (si es que llegaba a suceder; no veía cómo podían estar relacionados, a menos que Sheila sí hubiera estado al corriente y que ese conocimiento le hubiera acarreado problemas), entonces sí que le contaría a Wedmore todo lo que sabía.

 

—?Iba a decir algo más? —me instó la detective.

 

—No. Eso es todo por el momento.

 

Wedmore apuntó un par de cosas más y luego alzó la mirada.

 

—Se?or Garber —dijo, adoptando el mismo tono que utilizaba mí médico para decirme que no me preocupara mientras esperábamos el resultado de las pruebas—, creo que lo mejor que puede hacer es volver a casa. Déjeme a mí que investigue esto. Haré algunas llamadas.

 

—Encuentre a ese tal Sommer —dije—. Lleve entonces a Darren Slocum y hágale unas cuantas preguntas difíciles.

 

—Le pido que tenga paciencia y me deje hacer mi trabajo —insistió ella.

 

—?Qué va a hacer ahora? ?Cuando salgamos de aquí?

 

—Voy a irme a casa a preparar la cena para mi marido y para mí —dijo Wedmore. Miró hacia el mostrador del McDonald’s—. O a lo mejor me llevo algo ya hecho. Y luego, ma?ana, dedicaré a su caso toda la atención que merece.

 

—Cree que estoy chalado.

 

—No —dijo mirándome a los ojos—. No lo creo.

 

Aunque estaba convencido de que la detective me tomaba en serio, el comentario de que esperaría hasta el día siguiente para investigar aquello no me alegraba.

 

Así que yo mismo tendría que empezar a hacer algo esa misma noche.

 

Wedmore dijo que se pondría en contacto conmigo, se levantó y se fue a la cola para hacer un pedido. La observé un momento, y después miré con atención en la misma dirección.

 

Delante de ella había dos adolescentes; iban jugando a empujarse mientras ambos miraban algo en un iPhone o similar que tenía uno de ellos. Reconocí a uno de los chicos. Lo había visto junto a Bonnie Wilkinson el día que me encontré con ella en el supermercado. Se había quedado allí plantado mientras ella me decía que iba a recibir mi merecido. No mucho después de eso me llegó la notificación de la demanda.

 

Corey Wilkinson. El chico cuyos hermano y padre habían muerto porque el coche de Sheila estaba obstruyendo la salida de la autopista.

 

No quería estar allí sentado cuando pasara por delante con su comida. Ni siquiera podía mirarlo.

 

Estaba ya sentado en mi furgoneta, a punto de girar la llave en el contacto, cuando los dos salieron del McDonald’s, cada uno de ellos con una bolsa de papel marrón y una bebida. Cruzaron el aparcamiento a buen ritmo y después subieron a un coche plateado, no muy grande. Corey se sentó en el lado del acompa?ante mientras el otro chico se ponía al volante.

 

El coche era un Volkswagen Golf, un modelo de finales de los noventa. Al final de la gruesa antena, que ascendía en ángulo desde la parte de atrás del techo, se veía, a modo de decoración, una pelotita amarilla, un poco más peque?a que una pelota de tenis. Cuando el coche pasó junto a mí, vi que llevaba pintada una carita feliz.

 

 

 

 

 

Capítulo 45

 

 

Arthur Twain estaba sentado en su cama del Just Inn Time, apoyado contra la pared, el portátil descansando sobre sus piernas y el teléfono móvil a un lado, encima de la colcha. Estaba claro que se había hospedado en sitios mejores que ese, pero todas las demás habitaciones de la ciudad estaban ocupadas.

 

No estaba haciendo demasiados progresos. Belinda Morton no quería hablar con él. Darren Slocum no quería hablar con él. El único que había hablado con él era Glen Garber. Pero tenía otros nombres, otras mujeres que habían asistido a las fiestas de bolsos organizadas por Ann Slocum. Sally Diehl. Pamela Forster. Laura Cantrell. Susanne Janigan. Betsy Pinder. Le dedicaría un par de días más a Milford, a ver si lograba hablar con alguna de ellas, hacerse una idea de los diferentes lugares de los que procedían los bolsos que se vendían allí.