El accidente

Había que estar bastante sobrio para descerrajarle a alguien tres tiros a oscuras, en el bosque.

 

Ya no sabía que pensar. Así que me subí a la furgoneta y volví a Garber Contracting. Abrí la verja del recinto y luego la puerta de la oficina. Parecía fin de semana. Allí no había nadie, todo estaba en silencio.

 

La luz del teléfono parpadeaba. Cogí el auricular y marqué el código del buzón de voz. Diecisiete mensajes. Busqué un bolígrafo y una libreta para empezar a anotarlos uno a uno.

 

?Estamos aquí con el pladur, Glen. ?Dónde narices os habéis metido, tíos? ?Es que hoy no trabaja nadie? ?Acaso es fiesta y nadie me ha dicho nada??

 

?Llamé hace una semana, ?se acuerda? El verano pasado nos instalaron un solárium en la parte de atrás de la casa. Ahora nos entran abejas en la habitación, creemos que por ahí, por algún sitio en cualquier caso, y nos preguntábamos si podrían venir a echar un vistazo.?

 

?Me llamo Ryan y quería saber si podría pasar a dejarles mi currículum. Mi madre dice que si no encuentro un curro me va a echar de casa.?

 

Y unos cuantos más. Me di cuenta, igual que le había sucedido a Sally el otro día, de que ninguno de ellos trataba de un posible trabajo futuro. La verdad es que todo se estaba yendo a la mierda.

 

Cuando hube tomado nota de los diecisiete mensajes, empecé a llamar a cada una de aquellas personas. Estuve allí casi hasta las cinco, tratando con subcontratistas, proveedores y antiguos clientes. No conseguí olvidar mi colección de problemas, pero al menos me distraje un rato y pude concentrarme en algo que se me da bien.

 

Al terminar, me recliné en la silla y dejé escapar un largo suspiro de cansancio.

 

Miré la fotografía de Sheila que había en mi escritorio y dije:

 

—?Qué narices estoy haciendo?

 

Mi mente regresó al día en que se suponía que debía limpiar el garaje de mi padre después de su muerte. De repente tenía que ocuparme de un montón de cosas pendientes en mi propia casa: reforcé unas tejas sueltas, arreglé una pantalla rota, cambié un escalón del porche que estaba empezando a pudrirse.

 

Sheila estaba allí de pie, mirando cómo cortaba el tablón a medida. Cuando la sierra dejó de rugir, me dijo:

 

—Si se te acaban los proyectos para no tener que encargarte de las cosas de tu padre, siempre puedes recurrir a los vecinos. La chimenea de los Jackson está a punto de caerse.

 

Sheila siempre sabía cuándo estaba rehuyendo algo. Y eso era precisamente lo que me estaba sucediendo en ese momento. Estaba haciendo algo más que evitar una tarea desagradable.

 

Estaba evitando la verdad.

 

Al estar allí, poniendo al día el trabajo, anotando unos mensajes telefónicos evitaba enfrentarme con un problema mayor. Me había dedicado a barrer las hojas de la entrada cuando el huracán estaba a una calle de distancia.

 

No había tenido ningún problema en repetirle a cualquiera que quisiera escucharme que Sheila no era de las que bebían y luego se ponían al volante. Sin embargo, en cuanto se me había metido en la cabeza la idea de que la habían obligado a hacer lo que hizo, una serie de imágenes terroríficas empezaron a torturarme. Imágenes tan horribles como las de mi pesadilla. Y aparecían ante mis ojos cada segundo que pasaba despierto.

 

Estaba convencido de que alguien le había hecho algo terrible a Sheila.

 

Alguien se escondía tras su muerte. Alguien la había planificado.

 

—Alguien la asesinó —dije.

 

En voz alta.

 

—Alguien asesinó a Sheila.

 

No tenía nada concreto a lo que agarrarme. No tenía ninguna prueba. Lo único que tenía era un presentimiento nacido de un torbellino de revelaciones en las que también estaban metidos Ann Slocum, su marido, ese matón de Sommer, Belinda y los sesenta y dos mil dólares que quería que Sheila entregara en su lugar.

 

La suma de todo ello daba como resultado ?algo?.

 

Yo creía que ese ?algo? era un asesinato. Alguien había metido a mi mujer en ese coche, la había emborrachado previamente y la había dejado morir.

 

Y había matado a otras dos personas al mismo tiempo.

 

Estaba convencido de ello, más que de ninguna otra cosa en toda mi vida.

 

Cogí el teléfono, llamé a la policía de Milford y pregunté por la detective Rona Wedmore.

 

—El accidente de su mujer no tuvo lugar en mi jurisdicción —me recordó Wedmore mientras tomábamos un café. Había accedido a que nos viéramos en el McDonald’s de Bridgeport Avenue una hora después de mi llamada.

 

Creía que me había puesto en contacto con ella para interesarme por lo que había descubierto la policía sobre quién había disparado contra mi casa. Le dije que si ya tenían al culpable me gustaría saberlo, pero que, si no, de todas formas quería hablar con ella.

 

—Usted no parece la clase de persona que utilizaría eso como excusa para no investigar algo —repuse.

 

—No es una excusa —me advirtió—. Es una realidad. Si empiezo a meter las narices en un caso de otro departamento, no se lo tomarán demasiado bien.

 

—?Y si estuviera relacionado con un caso que sí es de aquí?

 

—?Como cuál?

 

—Ann Slocum.